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Capítulo 1

ÍNTIMOS ENEMIGOS

 

 

Noto cómo un par de manos zarandean mi cuerpo sin descanso, y me hablan muy cerca de la cara. No entiendo nada. Esto no cuadra para nada con la situación en la que estaba envuelta… ¿Qué está ocurriendo? Al oír de nuevo la voz de mi marido entiendo qué es lo que sucede y sólo puedo pensar que ¡¡no quiero despertar!! ¡¿Por qué, mundo cruel?!

—¡¡¡Valentina!!! —Vuelve a moverme, agitándome—. ¡Vamos, despierta! Estás montando un escándalo… ¿Se puede saber qué demonios estás soñando?

Muy a mi pesar, abro los ojos. Acabo de darme cuenta de que, por mucho que apriete los párpados, no voy a conseguir volver a la escena que se estaba desarrollando en mi placentero sueño. Enrique me mira con una cara que denota lo molesto e irritado que se encuentra en este momento, con su eterna ceja levantada en modo acusatorio. Detesto cuando hace ese gesto.

Me remuevo en la cama, quedándome sentada, y me froto los ojos con los dedos mientras siento su mirada clavada en mi nuca. Sinceramente, no me apetece mirarlo... Me entran ganas de bajarle la ceja con uno de mis dedos hasta que quede en su lugar, pero sé que eso lo cabrearía aún más. Sigo bostezando y estirándome para ganar tiempo, porque intuyo que está esperando una explicación, pero ¿sobre qué? ¿Qué quiere que le diga? Nadie tiene la potestad de decidir sobre sus sueños, por lo menos nadie que yo conozca. Aunque, ahora que lo pienso, Rebeca me contó en una ocasión que, cuando ella quiere soñar con alguno de los protagonistas de las series o de las novelas que lee, se acuesta y empieza a imaginarse alguna escena con ellos y a veces le termina dando resultado. A ella, porque a mí no. Aunque pueda parecer una gilipollez, lo he intentado, pero mi cerebro debe de tener algo atrofiado, porque rara vez me acuerdo de lo que sueño y, cuando lo hago, siempre es porque ha sido desagradable. Lo que os digo, que mi suerte se la repartieron entre los bebés que me rodearon en la incubadora…

Salgo de la conversación que estoy manteniendo conmigo misma cuando Enrique vuelve a la carga. Suspiro y me giro hacia él para mirarlo, apostando todos mis ahorros al caballo ganador de la ceja levantada. «¡¡¡Ding, ding, ding, ding!!!» Oigo en mi cabeza las campanas vencedoras.

—¿Estás cansada? Parecías estar pasándolo muy bien hace un momento —me reprocha con tono irritado.

—Pues, la verdad, no lo recuerdo. —Sí, vale… He mentido a mi marido, pero esto sólo se considera una mentira piadosa. No quiero que su ceja termine abriendo un agujero en el techo.

—Valentina, esto no es normal. Últimamente estás demasiado… —busca las palabras adecuadas…—desatada.

Me echo a reír y salgo de la habitación. No pienso seguir manteniendo una conversación sobre lo «desatada» que piensa mi marido que estoy, viéndolo con un pijama totalmente antimorbo y los calcetines por fuera de los pantalones, para que no se le suban las perneras mientras duerme. Sí, seguro que un elevado porcentaje de la población lo hace, pero, caballeros del mundo, ¡no es sexy! ¡Da repelús!

De acuerdo, puede que no esté siendo justa con él. Para cualquiera que tenga pareja puede resultar algo violenta la situación que se ha dado esta mañana en mi dormitorio, aunque, si me paro a pensarlo, creo que, de haber sido al contrario, yo me hubiese puesto como una moto y hubiera aprovechado la ocasión. Vale, puede ser que realmente esté «un pelín» desatada. ¡Pero no es mi culpa! De verdad, prometo que no. Desde que estamos juntos Enrique y yo, no hemos llegado ni al prólogo del Kamasutra y llevo frustrada demasiado tiempo con el tema sexual. He probado de todo: me he vestido con lencería sugerente intentando seducirlo, he salido de la ducha y accidentalmente la toalla se me ha caído al suelo justo cuando estaba agachada frente a su cara, he orquestado todo un plan malévolo para que me pillase masturbándome y ver si así conseguía sacar su fiera interior… Nada. Cero. He llegado a la conclusión de que mi marido es frígido. Y puede que te preguntes: ¿existen hombres así? Lo sé, yo también me cuestioné lo mismo, algo que no es de extrañar, pues siempre nos han vendido la moto de que los hombres tienen ganas a todas horas, que nunca se cansan, que las mujeres somos las que ponemos la excusa del dolor de cabeza para que nos dejen dormir… Pues, en mi caso, doy fe de que existe un porcentaje de la población masculina que sufre esta disfunción sexual; algo raro de encontrar y que, cómo no, me ha tocado a mí.

No siempre ha sido así. A ver, rectifico. Nunca hemos tenido una vida sexual muy activa, pero hace unos años la actividad no se veía reducida a breves encuentros que se producían cuando ganaba el Barça. Os podéis imaginar que me he convertido en la que más anima al equipo desde el salón de mi casa. ¡Força Barça!

En fin… Una mujer necesita sentirse deseada, sexy, adorada por su marido, y con esto no estoy diciendo que Enrique no me quiera, me consta que nos queremos los dos, son varios años al lado el uno del otro, compartiendo alegrías y penas, pero ha llegado un punto en el que yo necesito más y él, menos, y esto hace que estemos el día entero discutiendo. La relación se ha enfriado y el planteamiento de ponerle fin a todo me ronda por la cabeza sin descanso.

No estamos bien. Ninguno de los dos somos lo felices que nos habíamos prometido en nuestros votos matrimoniales y, sinceramente, me considero demasiado joven como para estar malgastando mi vida y no exprimirla al máximo. Con esto no quiero que penséis que dejo de lado a mi marido sólo porque no nos acostemos juntos; a ver, el sexo es una parte muy importante en una relación… yo diría que un setenta u ochenta por ciento de la estabilidad de una pareja radica en la actividad sexual o íntima que hay entre ellos, porque es el momento de mayor conexión entre ambos; de compenetración y unión. Lo más íntimo que hemos hecho Enrique y yo en el último mes ha sido que yo entrara a orinar mientras él se lavaba los dientes.

Pero no, no sólo es esto lo que ha hecho que me plantee mi vida y mi futuro en común con él. Hay un cúmulo de factores que me ayudan a tomar la decisión de separarme, entre los que puedo enumerar: una suegra demasiado cabrona; la diferencia de edad entre ambos, que cada vez se hace más patente por las continuas peleas que mantenemos en las que el tema sale a relucir; mi frustración al no sentirme realizada laboralmente, ya que Enrique considera que no es necesario que trabaje y que mi lugar es estar en la casa; sus restricciones a la hora de cómo me visto o lo que hago con mi amiga Rebeca (cabe destacar que es la única de mis amigas que sigue a mi lado aguantándome, aun con los impedimentos que encuentra a veces para poder verme, por obra y gracia de mi marido), y también debo mencionar a Jack. ¡Vale! ¡No abráis los ojos desmesuradamente al escuchar el nombre de otro hombre! No penséis mal. Jack es simplemente un amigo. Es, definiéndolo de alguna manera, el que últimamente soporta mis momentos de irritación, me saca de dudas sobre mi curiosidad insana hacia lo desconocido y quien me apoya incondicionalmente en todo lo que yo decido hacer o emprender. Es alguien que siempre está ahí y con el que siempre puedo contar. Y no, no ha ocurrido nada entre nosotros, por varios motivos. El principal es que nunca he sido, soy ni seré infiel a la persona con la que esté compartiendo mi vida, pero otro de los motivos es que no nos hemos visto nunca en persona. Jack es alguien que estaba en el chat adecuado en el momento oportuno. Entiéndase como una tarde en la que mi marido estaba de reunión de negocios y yo me aburría soberanamente.

En mi cabeza está todo firmemente planeado y pensado. Ahora sólo me queda llevarlo a la práctica...

 

 

 

 

—¿Esto es otro de tus arrebatos de locura transitoria? —me pregunta Enrique apoyado en el quicio de la puerta, con una cara seria y gesto altivo, mientras continúo haciendo la maleta y recogiendo mis cosas de la habitación de estilo sobrio que hemos compartido durante los últimos años.

Cabe destacar que han sido las primeras palabras que me ha dirigido desde hace más de dos días, momento en el que decidí comunicarle mi intención de marcharme de casa y separarnos. Como espero que entendáis, la decisión no ha sido tomada a la ligera. He reflexionado mucho. Demasiado. He pasado largas horas hablando con Rebeca, con Jack y conmigo misma, desahogándome y llegando a la conclusión de que a las personas no se las puede cambiar. Únicamente se las puede moldear ligeramente al gusto de uno mismo, siempre y cuando la otra parte implicada desee satisfacerte.

Enrique, con sus costumbres de otro siglo, serio, introvertido y chapado a la antigua, no iba a ser nunca el hombre que yo pretendía, y resulta algo triste darme cuenta ahora y no hace casi cinco años, cuando nos conocimos.

—Primero, no estoy loca ni esto es uno de mis arrebatos. Enrique, he intentado comunicarme contigo desde hace tiempo y no hemos podido solucionar nuestras diferencias. De verdad que ya no puedo más. Necesito ser feliz… Necesitamos ser felices los dos, Enrique —expreso todo lo que pienso sin apartar los ojos de mis propias manos, las cuales se afanan en guardar cuidadosamente las cosas en la maleta. Sé que, si lo miro a los ojos, podría echarme atrás y no es lo que quiero. Debo mantenerme firme en mi decisión.

—¿Me estás diciendo que durante todo este tiempo no has sido feliz a mi lado? —me pregunta incrédulo—. Te he dado siempre todo lo que me has pedido.

—Me lo has dado en lo material —le respondo pacífica, sabiendo que es totalmente cierto. Siempre que quería algo, él se las arreglaba para conseguírmelo—. Yo no hablo de cosas físicas, hablo de sentimientos y actitudes, de querer avanzar como pareja… No sé, probar cosas nuevas, no caer en la rutina…

Enrique se acerca hasta mí y me pone una mano en el hombro. Yo dejo lo que estoy haciendo y decido armarme de valor. Lo miro. Durante lo que me parece una eternidad, nos quedamos observándonos en los ojos del otro, sin pronunciar una sola palabra. Vale, ésta ha sido mi decisión, pero no puedo evitar que me invada un sentimiento de fracaso y pena al mirarlo a los ojos. ¿Estaré haciendo lo correcto?

Él parece leerme el pensamiento en este momento de debilidad en el que me encuentro, porque se acerca aún más a mí, me agarra de la cintura y, a escasos centímetros de mi cuerpo, me murmura:

—¿Sabes que te quiero, verdad?

Joder. ¿Por qué ahora y por qué así? No se puede pelear por lo que se tiene cuando se sabe perdido.

—Lo sé, Enrique. Yo también te quiero. Pero este sentimiento no es suficiente y tú lo sabes igual que yo. Los dos necesitamos cosas diferentes y yo sólo deseo que seamos felices, aunque no sea estando juntos. Queremos cosas distintas; no tenemos las mismas necesidades afectivas. Enrique, no quiero vivir la vida de una persona de cincuenta años teniendo veintinueve.

—¿Olvidas que yo también he tenido que adaptarme a tu edad? Tengo cuarenta y cinco años, Valentina. Esa diferencia la conocías desde el principio.

Noto cómo se irrita al tocar el tema de la edad. Para él siempre ha sido un tema tabú en nuestra relación. Ambos sabemos que está ahí, pero nunca se menciona.

—No es la edad, Enrique, es la vida que llevamos. Necesito hacer cosas diferentes.

—Si es porque no puedo darte hijos…

¡¿Qué?!

—¡No, Enrique! Sabes de sobra que ése no es el motivo. Lo hemos hablado muchas veces y sabes que nunca he tenido mucho instinto maternal.

Esto está siendo más difícil de lo que había supuesto. Sinceramente, cuando me imaginé la escena en mi cabeza, no pensé que iba a costarle tanto entenderme. Vale, tampoco lo imaginaba con una banda entonando una alegre melodía y tirando confeti por la casa… pero está luchando por mí y esto es una variable que no había metido en mis planes. Si tan sólo pudiera hablar con Jack un minuto para que me dijera qué hacer, para infundirme ánimos o darme algún consejo...

—Valentina, nunca me has ocultado nada. Sé que ocurre algo más. —Mierda, parece que sí me conoce, después de todo—. ¿Qué hay que no me estás contando?

¿Yooo?                                 

¿Os he mencionado que mi curiosidad insana, esa que mencionaba antes cuando os hablaba de Jack, tiene que ver con el mundo de la sumisión? ¿Sí, verdad? Eso creía…

—Enrique, de verdad, no le des más vueltas. No quiero hacerte más daño, simplemente déjame marchar. La decisión ya está tomada. —Rehúyo su mirada e intento apartarme de él.

—Valentina, mírame —me reclama con voz seria y tono autoritario, agarrándome por los hombros.

Levanto la cabeza y lo miro. Está bien, si piensa que todo lo que nos ocurre no es suficiente como para que no sea feliz y quiera irme, tendré que intentar hacerle entender de otra manera que no hay vuelta atrás. Acabo de decidir jugar la carta comodín; sólo espero que me salga bien.

—Enrique, he conocido a otro hombre.

Gracias cosmos por no hacer que las miradas maten, porque, de ser así, ahora mismo estaría muerta y enterrada. Dedicándome la mirada más furiosa que le he visto nunca, me aparta de él como si mi contacto le quemase.

—¡¿Me estás siendo infiel?! —Niega con la cabeza—. ¡¿Yo soy el cornudo y me dejas tú?! No, no…

—Pero déjame que te explique cómo...

Me corta.

—¡No quiero tus explicaciones! —grita encolerizado—. Me has estado engañando mientras yo, ajeno a todo, pensaba que estábamos bien.

¿Qué? No puede ser tan iluso de pensar que todo estaba bien. Iluso y sordo, porque ya lo habíamos hablado en más de una ocasión. Él continúa:

—¡Incluso te iba a dar una sorpresa por tu cumpleaños! Te he comprado la casa en el lago al que fuimos el otoño pasado, esa que tanto te gustaba —sigue con voz elevada, paseándose de un lado a otro por la habitación—. No me lo puedo creer, ¡me has tomado por idiota!

—Enrique, ¡¡escúchame!! —vocifero, haciendo que se pare y me mire asombrado, puesto que no suelo perder los nervios de esta forma. De hecho, es la primera vez que le grito de esta manera—. No te he sido infiel. No he mantenido ninguna relación física con ningún hombre. No ha pasado nada en absoluto, y eso es porque te respeto y nunca he querido hacerte daño.

—Pero acabas de decir…

—Enrique. Acabo de decir que he conocido a otro hombre —le corto y continúo hablando—. He conocido a alguien que ha despertado en mí curiosidades que no puedo quitarme de la cabeza. Créeme que he intentado hacerlo, lo he intentado, pero no he podido. Es algo demasiado fuerte como para negarlo.

—¿De qué curiosidades me estás hablando? —me pregunta desconcertado.

—Verás… Hace unos meses que se me viene repitiendo un sueño —murmuro e intento controlar la vacilación de mi voz, para denotar seguridad—. No entiendo de dónde ha salido y el motivo por el que lo recuerdo, pues sabes que no suelo hacerlo… Pero, desde la tercera vez que lo tuve, pensé que mi subconsciente estaba queriendo decirme algo. Me han surgido ciertas inquietudes…

—Yo solucionaré esas inquietudes. Sólo tienes que decirme de qué se trata.

No me lo puedo creer. Evidentemente no está entendiendo por dónde quiero ir con esta conversación… Sexo. Otro tema tabú para él.

—No creo que seas el indicado para poder…

No me deja terminar cuando me contesta convencido.

—Soy tu marido; por lo tanto, soy el indicado para todo lo que necesites. Así que, dime, ¿qué tengo que hacer?

Qué oportuno. ¿Ahora sí quiere darme lo que necesito? Bien, no me queda otra que hablarle claramente y sin tapujos… Parece que las medias tintas no van con él. Sólo espero que no le dé un ataque o algo raro.

—Enrique, la persona de la que te hablo es un amo. Un dominante. No creo que tú puedas satisfacer esas dudas e inquietudes.

—¿Un dominante? ¡¡Por el amor de Dios, Valentina!! ¿Sabes acaso de lo que hablas? Deberías dejar de leer esos libros de género dudoso. ¡No dices más que sandeces!

—Sabía que no lo entenderías. No ha servido para nada decirte todo esto.

—¡Claro que ha servido! Y tanto que sí. Ha hecho que me dé cuenta de que eres más degenerada de lo que pensaba. Debería haber tomado en cuenta a mi madre cuando me dijo que no te permitiese comprar ese tipo de literatura que lees últimamente.

¡¡Acabáramos!! Llegó la suegra a la conversación. Siento que la vena del cuello me va a estallar mientras él me mira con su cara de soberbia y superioridad.

—¡Hasta aquí podíamos llegar! Mira, te voy a decir una cosa: no soy una loca ni una degenerada, ni tengo ningún problema. Y voy a añadir algo más: me da exactamente igual lo que diga tu santa madre, a la que deberían canonizar. ¡No me vuelvas a faltar al respeto, Enrique, porque yo nunca te lo he faltado a ti y estoy siendo sincera desde el primer momento!

—No menciones a mi madre —me dice amenazante.

—¡La has mencionado tú! Mira, no puedes culparme de querer probar cosas diferentes y que tú no me das. Hace más de dos meses que no follamos y, cuando lo hacemos, es siempre en el misionero. ¡Pareces una puñetera monja!

—¡Esa boca, Valentina! No seas vulgar.

—¡¡¡Seré todo lo vulgar que quiera!!! No eres mi padre, ni mi profesor. Esto ha acabado aquí, así que sal de la habitación y deja que termine de recoger para poder marcharme. ¡No quiero seguir escuchándote!

Estoy gritando tanto que sé que después estaré afónica, pero esto lo ha buscado él. Yo no pretendía llegar a este nivel.

Se da media vuelta, se dirige a la puerta de la habitación y me suelta:

—¿Sabes lo que te digo? Que te vaya muy bien, pero, cuando te estampes contra la pared, no vengas llorándome, porque yo ya te he aguantado suficiente.

Conforme sale del cuarto y pega un portazo al cerrar, agarro lo primero que pillo de la maleta y lo estampo contra la puerta. Lástima que ha resultado ser un sujetador y el gesto ha acabado siendo ridículo. Tras el subidón de adrenalina que supone mantener una discusión a voz en grito, viene el descenso y, en mi caso, se traduce en unas lágrimas rabiosas que me demuestran que no siento pena o nostalgia ahora mismo, sino un enfado monumental y la sensación de haber tomado la decisión correcta.

Termino de recoger en el dormitorio y comienzo a bajar las escaleras, rezando para que no esté por aquí y me lo tenga que volver a cruzar. Mientras voy recorriendo cada habitación, echando un último vistazo para ver si me olvido algo, me es imposible no recordar los buenos momentos que he vivido aquí, porque evidentemente no todo ha sido malo, ni mucho menos. También me doy cuenta de que, sin los objetos alegres y de colores vivos que he aportado a la casa, la cual ya era de Enrique antes de casarnos y tenía todo el mobiliario sobrio y a su gusto, las estancias van quedando de nuevo oscuras y lúgubres.

Dejo para lo último mi sitio preferido. Sé que voy a echar de menos el cómodo sillón que me servía de guarida mientras, tras la luz del ventanal, me sumergía en las historias que otros habían escrito para el deleite de gente como yo, que quería escapar de su rutina y por un momento vivir una vida diferente. Tampoco volveré a sentir el tacto en los pies de la mullida alfombra de pelo largo, artículo que nos costó una discusión cuando lo compré, ya que él pensaba que era demasiado moderna para el estilo que tenía en casa. Todo en nuestra relación ha sido así; cada decisión tomada, cada aporte que he intentado hacer. Siempre había una queja por las cosas que provenían de mí. Echo un último vistazo a las estanterías vacías que antes estaban repletas de libros y paso la mano por el respaldo del sillón, pensando en todo lo que he dejado para seguirlo desde el principio. Yo, una chica de un pueblo de Badajoz que, después de un viaje al que me mandó la empresa donde trabajaba para una formación en la Ciudad Condal, me quedé prendada del saber estar y la elegancia de un hombre maduro, serio, con el que conversé de todo durante las horas que coincidimos en un restaurante, cenando solos, cada uno en una mesa al lado del otro.

¿Qué debería hacer ahora? Ya hablé con Rebeca y de momento me voy a ir a vivir con ella, pero necesito trazar un plan en mi vida. Saber qué camino escoger. ¿Volveré a trabajar en el departamento contable de alguna empresa, como antes de trasladarme a Barcelona con Enrique? ¿Debería volver a casa de mis padres? No, definitivamente esa idea queda descartada.

Salgo de casa e introduzco las últimas maletas en el coche. El pobre parece que vaya a estallar con todo lo que tiene dentro. Me meto en su interior y, mientras me peleo con el GPS, introduciendo la dirección de mi amiga, siento que tocan con los nudillos en mi ventana. Cuando me vuelvo, veo a Enrique de pie, con gesto circunspecto y mirándome fijamente.

Me siento tentada a hacerle una peineta y arrancar el vehículo, pero me contengo y, suspirando, bajo la ventanilla.

—Si te vas, no pienses en volver. Una vez hecho, no hay vuelta atrás. Reconsidero la opción de la peineta, e incluso me planteo un corte de mangas, pero cuento hasta diez y me limito a negar con la cabeza, cerrando los ojos por un momento.

—Adiós, Enrique.

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