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Capítulo 1

 

—Caca, mami.

Dirigí la mirada hacia abajo y sonreí al pequeño, que me miraba con una expresión angustiada en la cara debido a su situación.

—Ven aquí, campeón. —Lo aupé en mis brazos y le di un beso en su regordeta mejilla, apreciando el olor que despedía su cuerpecito—. Vamos a quitarte ese pañal y a convertirte de nuevo en un príncipe que huele fenomenal.

—¡Príncipe no! —exigió el niño de forma contundente—. Soy un dragón.

Contuve la sonrisa y, haciendo gala de toda la solemnidad que las circunstancias me permitían, le hablé mientras comenzaba con la labor de limpieza.

—¡Oh...! Serás entonces mi dragón guardián, que me protegerá de los príncipes que vengan a rescatarme, porque yo soy la princesa que está encerrada en la torre del castillo.

El pequeño, tumbado en la superficie y con las piernecitas hacia arriba, asomó la cabeza hacia un lado y me miró confundido.

—A las princesas les gustan los príncipes...

Puse un gesto reflexivo y, terminando de colocarle el pantaloncito, obvié la punzada que me había dado en el estómago al hablar sobre cuentos de hadas. Me acerqué a su cara y le dije sonriendo:

—Yo prefiero a los dragones grandes y fuertes como tú. —Besé su barriguita por encima de la camiseta roja que llevaba puesta y él sonrió orgulloso—. Y ahora, mi dragón custodio, vamos a recoger tus cosas, que tu mamá está al llegar.

Lo bajé del cambiador y me acerqué a la pared, donde las cabecitas de los niños, a través de sus fotografías, señalaban la percha de cada uno de ellos. Noté entonces un tirón en mi bata de lunares de colores y miré hacia abajo mientras agarraba su mochila.

—Mami, ¿qué es custodio? —preguntó desde su escasa estatura.

Me agaché hasta quedar a su altura y lo miré con cariño a sus expresivos ojos marrones. Me encantaba estar en la clase de los mayores, aunque ese término resulte algo cómico para describir a los chiquitines de apenas tres años que asistían al último curso de la escuela infantil en la que trabajaba. Sobre todo me gustaban mis turnos en la clase Ciempiés, porque podía interactuar con ellos como si fueran pequeños adultos, y Nicolás era un chiquillo con una gran imaginación que hablaba cuidadosamente bien para su edad.

—Custodio significa defensor, y tú serás el que proteja mi castillo para que ningún príncipe se acerque a él, ¿vale? —Le besé la cabecita al ponerme de pie y asintió, satisfecho con su nuevo cargo—. Ah..., y los dragones más fuertes y valientes me llaman «seño» —le susurré cómplice, para ver si así conseguía que no me llamase «mami», como había hecho más de un niño desde que entré de auxiliar en el centro infantil Piececitos, hacía ya dos años.

—¡Soy el más fuerte y valiente, seño!

Le sonreí y eché la cabeza hacia atrás, fingiendo asombro.

—¡Qué suerte he tenido entonces! —Agarré su manita al oír el timbre de la entrada, apagando la luz tras nosotros, ya que éramos los últimos en abandonar las aulas.

Nicolás se soltó de mí al ver a su madre a través del cristal de la puerta y corrió a su encuentro, esperando que yo llegase hasta él dando nerviosos saltitos y saludando con la mano. Al acercarme y abrir, éste chilló entusiasmado, brincando hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos para abrazarlo y besarle la cara repetidas veces.

—Hola, peque —lo saludó con cariño—. ¿Qué tal el día?

—¡Bien, mami! —Se soltó de su agarre, exaltado—. Soy un dragón costudio y protejo a la seño de los príncipes.

Su gesto de suficiencia infantil nos hizo reír a las dos y la madre del pequeño se puso de pie, saludándome y dándome las gracias al entregarle la mochila.

—Hola, Cristina. ¿Todo bien? —me preguntó con una radiante sonrisa que aumentaba el atractivo de su cara, enmarcada por una corta melena rubia espectacular.

—Muy bien. —Asentí—. Ha sido un campeón hoy. ¡Hasta mañana, Nicolás!

Nos despedimos oyendo la retahíla de explicaciones del chiquillo y cerré la puerta al fin, sonriendo al verlos caminar hacia la salida del recinto.

Recorrí el pasillo revisando las clases a ambos lados, comprobando que estuviesen todas recogidas y arregladas tras la visita, después del mediodía, de las dos chicas que se encargaban de la limpieza del centro. Entré en el comedor para apagar las luces y cerrar las ventanas, sintiendo al traspasar la puerta el olor particular que dejaba la comida infantil que, cada día, nos hacían llegar desde la empresa de catering para los niños. No importaba el menú que tocase; cuando finalizaba la jornada, esa mezcla de olores característica se impregnaba en mi ropa y en mi pelo.

Al contrario de lo que podría parecer, me encantaba esa marca que mi trabajo dejaba en mí. Había luchado mucho para conseguir estar donde estaba, estudiando mientras trabajaba de teleoperadora en un departamento de incidencias telefónicas que agotaba mi paciencia y minaba mi moral, y compaginándolo además con los contratos temporales de guía turística que me mataban físicamente. Mi vocación eran los niños y siempre había querido trabajar con ellos. Ya desde bien jovencita me encargaba de cuidar a los hijos de los vecinos de mis padres en épocas de vacaciones.

Y no fue fácil conseguir la titulación...

Siempre había sido una persona independiente y que requería su espacio; por eso, cuando mi novio de aquel entonces, que con el tiempo pasaría a ser mi ex, me propuso compartir piso, vi el cielo abierto para marcharme de casa de mis padres y no me paré a pensar en que la propuesta no era todo lo romántica que quizá debería haber sido o que toda mujer recién estrenada en su etapa adulta hubiese esperado.

La expresión compartir piso parece una broma de mal gusto para describir lo que hicimos Iván y yo durante los años que duró nuestra convivencia.

Un par de meses después de terminar la carrera de turismo en la que lo había conocido y gracias a la cual habíamos iniciado nuestra relación, me embarqué en la apasionante e impredecible vida en pareja —nótese la ironía en mi tono—. A mí me acababan de admitir en una empresa de rutas turísticas en autobús por la ciudad, donde me tenían prácticamente explotada y cobrando una miseria. Iván tuvo más suerte y entró a trabajar en la agencia de su tía, con un horario más digno y menos responsabilidades.

Y, puestos a pensar en ese período de mi vida, habría cabido esperar que fuese él quien, pasando más tiempo en el limitado piso que compartíamos, se hubiese encargado de las labores básicas para mantener aseados y adecentados los escasos cincuenta metros cuadrados que tenía la vivienda.

Craso error.

Cuando llegaba a las tantas de la noche, cansada, con los pies en carne viva por los tacones que me hacían usar, quemada por el sol o congelada de frío según la época, y con el único deseo de llevarme algo a la boca y acostarme a dormir, me lo encontraba o con la consola y un par de amigos, o viendo un partido de fútbol con toda la mesa como un estercolero, o, en el mejor de los casos, dormido en el sofá con una caja de pizza vacía a sus pies, de la que no se había dignado ni dejarme un mísero trozo.

Sin embargo, aguanté...

Pasamos así más de cuatro años, en los que las discusiones fueron creciendo conforme el pasotismo de Iván se iba haciendo cada vez más evidente, y mi paciencia, cada vez más limitada. Pero lo quería, o al menos eso creía.

Por eso, el mérito de haber conseguido trabajar en lo que de verdad me llenaba era mayor para mí, una persona a la que no le importaba percibir la burla en el tono despectivo con el que su pareja, esa persona que supuestamente debía apoyarme en todo lo que me hiciese feliz, utilizaba cuando decía que era auxiliar de guardería... o la manera en la que, cuando me acercaba a él para darle un beso al llegar de trabajar a una hora más decente de la que nunca había tenido, me repelía por mi supuesto olor a caca de bebé.

Yo no apestaba a caca de bebé.

Olía a mis niños; a inocencia y ratos de diversión; a manchas de comida y pintura de dedos... y, bueno, puede que también un poco a pañal... Pero, ¡leches!, no comprendía cómo no respetaba el hecho de que me sintiese realizada profesionalmente y feliz, aunque mi olor no fuese el más atractivo para él.

Pero eso Iván no podía entenderlo, porque simplemente no era el indicado para mí. Y aunque había motivos para que cambiase mi situación y empezase a hacerme querer algo más, no podía cortar con todo. Simplemente no me veía capaz.

Así fue cómo la incómoda comodidad de nuestra relación me había estancado en una situación que se me vino encima el día que llegué a casa y lo encontré con otra en nuestro sofá.

El maldito sofá que había comprado con mi primer sueldo en la guardería.

El puñetero sofá en el que la noche anterior habíamos mantenido una conversación algo más profunda de la cuenta, en la que le pedí que se involucrase más en nuestra relación, ya que no era ni su madre ni su criada, y él me prometió que iba a cambiar e intentarlo.

Yo le creí... y él se la estaba tirando encima de esos cojines.

Definitivamente iba a cambiar, sí... pero de condición sexual, porque en ese momento lo que más me apeteció fue meter sus testículos en la boca a la otra chica y hacerla masticar muy fuerte, hasta hacerlos puré.

Maldito mentiroso.

Terminado el repaso de toda la escuela, cerré con llave y salí. Arranqué mi moto y me puse el casco mientras seguía dándole vueltas al fin de mi relación, hacía ya varios meses.

Había varias cosas que me echaba en cara a mí misma con respecto a ello, pero lo que más me molestaba era el hecho de no haber tenido la confianza necesaria y el coraje suficiente para cortar por lo sano cuando supe que no iba a tener solución. Porque, saberlo, lo sabía, aunque siempre intentaba encontrar motivos para seguir luchando por lo nuestro. Uno de esos porqués era mi madre.

Para ella, Adela, Iván era su debilidad desde que lo conoció. En las señaladas ocasiones en las que le contaba alguna discusión o pelea que hubiésemos tenido, ella se posicionaba en el bando de él. La tenía más engañada que a mí, eso estaba claro... pues, incluso tras explicarle lo que había ocurrido ese día al llegar a casa y encontrarlo en una actitud comprometida con otra mujer, mi madre intentó excusarlo diciendo que quizá había sido yo la que había desatendido la relación y no le había dado lo que él necesitaba como hombre.

Tócate las narices...

A pesar de que, después de cinco meses, parecía que había cesado un poco el acoso y derribo hacia mí, reprochándome haberlo dejado escapar a la más mínima oportunidad, convivir bajo su mismo techo de nuevo me tenía en un constante estado de colapso mental.

Mi madre era agotadora.

—Ya estoy aquí —anuncié, dejando las llaves y el casco de la moto encima del mueble de la entrada y quitándome el chaquetón que me había resguardado en mi viaje.

—Hola, hija —me saludó mi padre desde su rincón del salón, dejando un libro encima de la mesita auxiliar que tenía al lado—. ¿Qué tal ha ido el día?

Me acerqué a él y le di un beso en la mejilla perfectamente afeitada y que olía a él. Desvié la vista hacia la mesa y miré el título del libro, para sonreír seguidamente: Crepúsculo.

—¿Han vuelto a ganar las chicas?

—Por poco se me forma una rebelión en clase cuando ha salido elegido. —Miró la portada y se encogió de hombros, levantándose de la butaca—. Pero reconozco que no es de lo peor que hemos leído este año. La novela del mes pasado aún me tiene los pelos de punta.

Mi padre era un firme defensor de la lectura y abogaba por leer lo que apeteciese a cada edad. No creía en el método impuesto por el sistema educativo, en el que los títulos no llamaban la atención de sus chicos sobrehormonados.

Desde hacía varios años, tenía carta blanca para que, una vez al mes, eligiesen una lectura libre entre los alumnos y la pusieran a debate en la clase de literatura, analizando no sólo la historia, sino la manera de contarla, su vocabulario, fallos, términos que habían tenido que buscar para entender y demás.

Él quería que el placer de leer se amasase desde pequeños, y la verdad era que no le iba nada mal con el procedimiento.

Para mi padre, no importaba el libro, siempre que fuese adecuado a sus edades. Leonardo los leía a la misma vez que sus alumnos, e incluso nos había recomendado algunos en casa tras descubrirlos.

Me reí y fui con él hasta la cocina, donde Teresa y mi madre estaban delante de los fogones.

—Hola, pitufa —saludé cariñosamente a mi hermana pequeña con un beso, arrimando luego la nariz a la cazuela en la que algo estaba cociéndose—. Humm, esto huele que alimenta. ¿Qué es?

—Cristina, saca la cabeza inmediatamente de la cena y ve a lavarte las manos — me reprendió mi madre como si tuviese doce años.

—Te acompaño —me dijo Teresa, cariñosa.

Las dos salimos y subimos la escalera mientras yo resoplaba hastiada.

—No sé cómo aguantas esto todo el día —dije admirándola—. Mamá está en un plan que cada día se me hace más cuesta arriba estar aquí.

—Ya sabes cómo es —me contestó dulce—, pero a ella, que vuelvas a vivir con nosotros, la hace muy feliz.

Bufé irónica.

—Pues no se nota nada de nada. —Entré en mi cuarto con ella detrás y me comencé a desnudar, para ponerme luego un pantalón deportivo y una sudadera más cómoda para estar en casa—. Estoy buscando piso, pero la verdad es que no encuentro nada. Lo que me gusta es demasiado caro para mí sola y lo que es barato se cae a pedazos o la zona no me parece del todo segura...

Me acerqué al espejo mientras hablaba y me fui haciendo una trenza, recogiendo mi melena morena en un lateral. Teresa se apoyó en el tocador y me observó mientras lo hacía, sonriendo.

—He estado pensado en algo, pero no sé qué opinarás tú —anunció en su habitual tono calmado de voz.

 —Eres la más lista de las dos, aunque tengas cinco años menos que yo, así que seguro que me parece bien —le contesté, revolviéndole el pelo cuando acabé con el mío.

—¿Qué te parecería irnos a vivir juntas?

La miré con las cejas alzadas, procesando la información.

Mi hermana aún estaba cursando el último año de carrera y no disponía de ingresos para poder emanciparse.

—Pues me encantaría, pero lo cierto es que, con mi sueldo, a duras penas subsisto yo —contesté con pesar—. Dudo que pueda mantenernos a las dos.

Teresa me colocó un mechón del largo flequillo por detrás de la oreja.

—Bueno, hablé con papá hace unos días sobre este asunto... Me vendría muy bien estar en una zona más cercana a la facultad y así no tener que perder tanto tiempo en el trayecto. Sin carné de conducir es complicada la combinación desde aquí y estoy cansada de que mamá me lleve y me traiga cada día. —Respiró con vacilación—. Tengo veinticinco años, quizá sea hora de volar...

Mi hermana me sonrió, encogiéndose de hombros.

—¿Y qué les ha parecido la idea? —dudé, mirándola.

—Papá me ha dicho que me apoya y que costeará mi parte del alquiler y la comida —aclaró—... siempre que sea contigo con quien viva, claro. Dice que, aunque sabe que soy responsable, no quiere que haya otros factores que me despisten en esta recta final de la carrera por la que tanto me he esforzado.

Me reí.

—Por factores se refiere a chicos o amigas que te saquen continuamente...

—Lo sé —se rio conmigo.

—¿Y mamá?

—Papá me dijo que se encargaría de ella si aceptabas. —Juntó las manos delante de su cara a modo de rezo y me miró con sus preciosos ojos de largas pestañas como un cachorrito abandonado.

Le di un pequeño y divertido empujón.

—¡No me mires así, pitufa! Sabes que consigues conmigo lo que quieres cuando me pones esa cara de gatito de Shrek.

—¿Eso es un «sí, quiero»? —preguntó esperanzada.

Analicé los pros y los contras a una velocidad de vértigo y sentí que la decisión que iba a tomar iba a ser acertada. No podía ser peor de lo que ya era, por lo que me lancé a la aventura sin dudar.

—Es la propuesta más romántica que me han hecho en los últimos años, así que... sí, quiero.

Teresa me dio un abrazo y dejó escapar un pequeño grito eufórico, saliéndose de su habitual comedimiento. Solté una carcajada y respiré hondo, sabiendo que el tiempo en casa de mi madre estaba a punto de llegar a su fin..

Nunca quise volver a vivir allí, en ese chalet a las afueras de Sevilla en el que habíamos crecido, y no porque no quisiera a mi familia, sino porque mi progenitora podía resultar demasiado cargante e intensa, y odiaba tener que estar continuamente excusando mi comportamiento a mis treinta años recién cumplidos.

La propuesta de Teresa me había cogido por sorpresa, pero realmente iba a ser interesante convivir con mi hermana. Era responsable, ordenada y nos conocíamos más que bien. Además, se pasaba el día estudiando en su habitación o en la biblioteca de su facultad de derecho, así que la convivencia seguro que resultaría fácil.

Lo menos fácil iba a ser comunicárselo a mi madre y que ésta aceptase que sus dos hijas volasen del nido...

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