CAPÍTULO 1
MIERDA
Consejo número uno para la vida adulta: no abras la puerta sin mirar antes quién llama.
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CAROLINA
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El bisturí se deslizó sobre la piel como un cuchillo caliente sobre un trozo de mantequilla, lo que dejó al descubierto no solo los tejidos y el interior palpitante, sino una sensación de control que me electrizó. A mi alrededor, el murmullo de mis compañeros rebotaba contra las frías paredes del quirófano, mientras la lámpara, solitaria y cegadora, me iluminaba las manos y condenaba todo lo demás a un mar de sombras.
Allí yo era la protagonista; no ellos, no el paciente. Yo.
No me detuve al alcanzar el músculo; avancé un poco más, consciente de lo que hacía, hasta que la punta tocó el hueso. El olor inconfundible a quemado me llenó los pulmones y…
Un sonido estridente desgarró la calma y rompió el hechizo del momento. El quirófano desapareció como un espejismo: las luces, el instrumental, incluso el cadáver mutilado y sangriento de mi odioso tutor de residencia se esfumaron como el humo.
—¿Qué…?
Al abrir los ojos, me golpeó una realidad muy distinta. Una almohada empapada en sudor, la habitación iluminada por las rendijas de la persiana y un olor extraño y especiado que flotaba en el ambiente e incrementaba el dolor punzante que me taladraba las sienes.
—Joder —murmuré con la voz rota.
Cerré los ojos para tratar de centrarme, pero los abrí de golpe cuando algo se movió a mi lado.
«Algo» no, alguien.
Giré la cabeza con lentitud y observé alucinada aquel brazo ancho y cubierto de vello oscuro que ocultaba la mayor parte de un rostro barbudo. Continué bajando la mirada hasta llegar al torso y las cejas se me arquearon solas al contemplar la definida musculatura de aquel espécimen masculino. Cada músculo de su cuerpo estaba tan marcado que casi podía nombrarlos todos desde el pectoral mayor al oblicuo externo, como haría si estuviera en una clase de anatomía.
El timbre de la puerta interrumpió de golpe mi inspección y comprendí que aquel graznido metálico había sido lo que me había arrancado del sueño un momento antes.
Me quedé muy quieta, a la espera de que mi compañero de cama mostrara algún signo de vida. El tipo ni se inmutó, así que, con cuidado de no despertarlo, me deslicé fuera del colchón y cerré la puerta de la habitación tras de mí.
De camino a la entrada, me colé en el baño y me enfundé lo primero que encontré en el cesto de la ropa sucia, que resultó ser una camiseta negra y unos pantalones cortos; prefería oler a rancio que abrir la puerta desnuda, la verdad.
—¿Papá? —pregunté al ver la figura que comenzaba a bajar las escaleras.
Al girarse, vi cómo la sonrisa que lucía se enfrió un poco. Confirmado: debía de tener una pinta horrible… Él iba vestido con su habitual ropa de deporte y sostenía dos cajas grandes que parecían pesarle lo mismo que un paquetito de algodón.
—Hola, cariño. —Se acercó y me dio un beso en la mejilla—. Ya pensaba que no había nadie.
—Estaba acostada —aclaré y traté de sonar más lúcida de lo que me encontraba.
—Ah… Lo siento. Tu hermana Fabiola me comentó que estuvisteis tomando algo por el pueblo, pero pensé que te habrías vuelto temprano y ya estarías levantada. Te he traído las cajas que quedaron en casa.
Le sonreí para restarle importancia y, de paso, evitar comentar lo mucho que parecía haberse alargado mi noche.
«Tienes que hacer que se vaya. Ya».
—Gracias, papá. Déjalas por aquí, ya las coloco luego.
Sin embargo, antes de que pudiera detenerlo, ya se había colado dentro y se hacía dueño y señor del salón.
—No te preocupes, cariño, no me cuesta ningún trabajo —se justificó a la vez que apilaba las cajas en una esquina. Desde el umbral miré recelosa la puerta cerrada de mi dormitorio y recé para que continuase así unos minutos más. Mi padre tardó unos cuantos segundos en girarse de nuevo hacia mí—. Si quieres te puedo mirar en un momentito el armario que no cerraba bien de tu cuarto —me ofreció de pronto.
«¡No, por Dios!».
—No te preocupes, me lo solucionó Bruno ayer —mentí sin titubear, y él frunció el ceño.
—¿Tu hermano?
—Sí.
—¿Tu hermano Bruno?
—Sí, papá. Eso he dicho —insistí poniendo cara de póker.
La expresión incrédula de su mirada no auguraba nada bueno.
—Vaya. Pues qué bien se hace el tonto —murmuró finalmente—. La próxima vez que me llame para arreglar algo en el piso se lo recordaré.
«Mierda».
Le sonreí con naturalidad y traté de mantener la compostura.
—Eso seguro que es porque mi cuñada te quiere tener cerca. —Él, que de tonto no tenía ni un pelo, alzó una ceja, desconfiado—. Ya sabes que África es tu mayor fan.
—Ya…
—Bueno, papá, ¿nos vemos luego?
Lo sé, podría haber sido más sutil, pero mi cerebro no estaba para hacer malabares diplomáticos.
—Claro —titubeó mientras me seguía hasta la entrada—. ¿Le digo a mamá que cuente contigo para comer?
—Sí. Gracias. —Me alcé para besarle la mejilla rasurada—. Qué bien hueles siempre.
Él me devolvió el beso.
—Pues, lo siento, hija, pero hoy no puedo decir lo mismo de ti —me soltó con una mueca divertida—. ¿Tienes problemas con las tuberías?
—¡Papá!
—Si quieres puedo echarle un vistazo al termo…
—Lárgate. —Lo empujé suavemente hacia fuera.
Su carcajada resonó en la escalera, amplificada por el eco.
—Te quiero.
—Y yo a ti —le respondí sonriendo justo antes de cerrar.
Cuando me giré, apoyé la espalda contra la pared contigua y dejé salir un suspiro. Un instante después, la mirada se me posó en el sofá y abrí los ojos, horrorizada.
Varias prendas de ropa masculina se encontraban desperdigadas sobre los cojines, bien ubicadas a la vista. Y, como colofón, unos calzoncillos negros con unas conocidas letras en blanco grabadas en la cinturilla ponían la guinda al pastel.
—Mierda…
No me cupo ninguna duda de que mi padre lo había visto y no le habría resultado difícil atar cabos. No había que ser demasiado listo para sumar dos más dos, y él, con ocho hijos a cuestas, ya iba de vuelta y media en esas cosas.
Respiré hondo y me repetí que no tenía importancia. Llevarme a un hombre a casa a mis treinta años era algo perfectamente normal, ¿no?
Pues no. No en mi caso. Y mi familia lo sabía.
Yo no bebía.
Yo no me levantaba tarde.
Y, desde luego, no perdía el tiempo con ligues ni los llevaba a mi casa.
¿En qué demonios había estado pensando la noche anterior? O, mejor dicho, ¿quién había pensado por mí?
«Maldito whisky y maldita mi hermana Diana por su insistencia en que me soltase la melena por una vez».
El problema no era solo lo que había hecho, era más bien que no me acordaba de nada. Y es que, por más que intentaba rebuscar entre los recovecos de mi cerebro, lo único que me venían eran flashes borrosos de aquel bar lleno de gente, la música comercial y luego… un vacío asfixiante que se extendía hasta esa misma mañana.
Ni siquiera tenía claro cómo había llegado a casa, si habría sido en taxi o había conducido mi acompañante.
«Mi acompañante».
Fijé la vista en la entrada de mi habitación y me masajeé las sienes.
Definitivamente, aquello de perder el control no iba conmigo. Y no sabía qué era peor; si tener a un tipo roncando en mi cama o darme cuenta de que me había pasado tanto con el alcohol que me había convertido en la peor versión de mí misma: una descerebrada que llevaba a su casa a un desconocido sin estar en pleno uso de sus facultades.
Inspiré hondo y comencé a andar sin dejar de mirar hacia la zona cero. Ni loca iba a volver a meterme allí con aquel tipo sin un plan ni mucho menos iba a afrontar la situación de echarlo de mi casa sin pasar antes por la ducha.
—Como que me llamo Carolina Remo Delgado, esto no me vuelve a pasar —me prometí a mí misma mientras agarraba una toalla y me encerraba en el baño.
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CAPÍTULO 2
CAFÉ CON ESPUMITA
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​Traidor: quien clava el cuchillo con una mano y con la otra intenta sostenerte para que no caigas.
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GABRIEL
Cerré el historial clínico del paciente y sonreí satisfecho por el buen resultado de la revisión. El hombre frente a mí, un veterano montador de escenarios que había sobrevivido a un accidente laboral digno de un especial de la tele, me miró ansioso.
—Todo en orden, don Francisco. La cirugía está evolucionando según lo esperado. El injerto se está adaptando bien y no hay signos de rechazo o infección.
—Gracias a Dios —dijo con una amplia sonrisa.
—Nos veremos en un mes para la siguiente revisión, pero si nota inflamación, dolor excesivo o fiebre, no dude en llamarme de inmediato.
El hombre asintió y me estrechó la mano enérgicamente.
—Muchas gracias, doctor Santana.
Le devolví el gesto.
—Gracias a usted por seguir las indicaciones al pie de la letra. Es un placer tratar con pacientes tan responsables.
Lo acompañé hasta la puerta y le pedí a Marina, mi administrativa, que agendara la próxima cita. Ella, siempre tan eficiente, ya tenía el calendario abierto y me dedicó una expresión radiante.
«Qué suerte tenerla», pensé.
—¿El veintidós de julio a las diez le va bien, don Francisco? —le preguntó solícita al paciente.
Le palmeé el hombro con complicidad al hombre antes de girarme para volver a la consulta.
Acababa de sentarme cuando la puerta se abrió de nuevo. Era Manuel, el jefe del Servicio de Neurocirugía, un hombre de sesenta años, con entradas pronunciadas y una expresión que oscilaba entre el hastío y un mal humor apenas disimulado.
—Gabriel, ¿tienes un minuto?
—Estoy pasando consulta y tengo pacientes esperando —le respondí señalando hacia el pasillo.
—Va con adelanto —intervino Marina desde su escritorio sin siquiera levantar la vista del ordenador.
Entrecerré los ojos. Esa pequeña traición le costaría cara y ella lo sabía, justo por eso había evitado el contacto visual.
Manuel no perdió la oportunidad y cerró tras de sí.
—No te quitaré mucho tiempo —explicó mientras toqueteaba el instrumental de la estantería—. Por cierto, ¿piensas pedirte vacaciones este año? Tengo a los de Recursos Humanos dando por culo con este tema desde enero.
Me encogí de hombros.
—Si en septiembre no surge nada urgente…
—¿Nada urgente? —me interrumpió—. Eres consciente de tu adicción al trabajo, ¿verdad? Estamos en un hospital. Aquí todo es urgente.
—Creo que quien necesita vacaciones eres tú.
—¿Por qué no has aparecido esta mañana en la reunión de bienvenida de tu nueva adjunta?
—Lo olvidé y leí tu mensaje cuando ya estaba ocupado. La veré en quirófano esta tarde, no te preocupes —me justifiqué—. ¿Qué tal es?
—Competente, pero detesto estas orientaciones. Papeles, protocolos, preguntas… Siempre lo mismo. —Suspiró de forma teatral al dejarse caer en la silla frente a mí. Contuve una sonrisa ante su expresión—. Está siendo un día de mierda.
—Fíjate, el mío no había empezado mal, pero mi jefe parece decidido a torcerlo creyendo que soy su terapeuta. A ver, ¿desde cuándo odias algo que implica control absoluto? —respondí inclinándome hacia adelante con expresión concentrada—. Cuéntame más, Manuel. ¿Crees que este rechazo al liderazgo podría estar relacionado con una figura opresiva en tu vida?, ¿tu mujer, tal vez?, ¿o puede que venga de una infancia traumática? Ábrete… Ahondemos en ello.
—No sé cómo has llegado tan alto si algunas veces pareces tonto —me soltó poniendo los ojos en blanco, y yo no pude contener más la risa.
—Venga, hombre, no será tan malo.
—Bueno, esta vez me puedo dar con un canto en los dientes, la chica parece menos quejicosa que el último.
—Ya es un avance —confirmé sabiendo a quién se refería.
—Además de que es mucho más agradable a la vista.
Le sostuve la mirada.
—¿Eso también se lo dices a los de Recursos Humanos?
—No me toques los huevos, Santana.
Negué sin dejar de sonreír.
—Dios me libre. Me has interrumpido la consulta para escaquearte un rato de ella, ¿verdad? —Alzó una ceja—. ¿Dónde la has dejado?
—En consulta, con Borja. Que aprenda lo que pueda… Acaba de terminar la residencia y tiene pinta de estar ansiosa por empezar; es rubia, pero parece avispada.
—No empieces —le advertí.
No tenía ganas de comenzar la semana aguantando los comentarios sexistas de mi jefe, así que desbloqueé la pantalla del ordenador y dejé de prestarle atención. Por suerte, él captó la indirecta y se levantó.
—Bueno, te dejo volver con tus queridos pacientes —concedió, y murmuré un agradecimiento irónico—. Muchacho, no te pases. A otro lo habría mandado al paro por menos.
—Pero a mí no.
—Niñato insolente… Tienes suerte de que me caes bien —farfulló mientras salía.
—Hasta luego, jefe.
Moví la cabeza, resignado, cuando desapareció de mi vista. Marina se asomó en ese momento y se apoyó en el marco de la puerta.
—Traidora… —le murmuré con gesto serio, sin embargo, mis labios me delataron al curvarse levemente.
—Paso al siguiente. ¿Le apetece un café con espumita de esos que tanto le gustan, doctor?
La miré alzando una ceja, y ella me guiñó un ojo antes de que la paciente entrase y cerrase tras de sí.
*****
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El quirófano ya estaba en marcha cuando entré. El mal humor todavía me bullía bajo la piel después de la dichosa llamada de mi hermano, que no entendía —o no quería entender— que no debía llamarme en horas de trabajo. Menos aún si venía cargado de reproches familiares absurdos.
—Perdón por el retraso —murmuré mientras echaba un vistazo general.
El paciente ya estaba dormido y monitorizado, y el anestesista comprobaba las constantes con tranquilidad. Tras ajustarme el gorro y la mascarilla, respiré hondo para eliminar tensiones y concentrarme.
—No hay quien te vea el pelo, tío. —Borja se me acercó y me habló en su tono habitual de camaradería irónica. Se colocó a mi lado, señaló con la cabeza al equipo y bajó la voz—. ¿Conoces ya a la doctora Remo?
—Aún no.
—Se ha empapado del caso mejor que tú y que yo.
—Eso está bien.
Localicé a la única figura desconocida del equipo y la seguí con la mirada. Pese a no poder verle la cara, me llamó la atención su postura firme y controlada y sus movimientos seguros. No daba la impresión de que fuese su primera vez con nosotros.
—Bueno, ¿empezamos o qué? —preguntó el anestesista.
Aquello fue el pistoletazo de salida. En cuanto abrimos, todos nos sincronizamos como una maquinaria bien engrasada y nos concentramos en la cirugía.
—Creo que deberíamos hacer la fijación desde aquí —dijo Borja en un momento dado, señalando el monitor con el dedo enguantado—. Ganaríamos acceso y será más sencillo trabajar la base.
Antes de que pudiera dar la orden al instrumentista, una voz femenina, clara y firme, lo interrumpió:
—Con todo el respeto, doctor Sánchez, pero ese anclaje no es el que aparece en el protocolo preoperatorio. Según el informe, estaba previsto abordarlo desde la base, no desde la órbita. El sangrado anterior fue mínimo y no hay justificación para modificar la técnica.
Hubo un silencio breve. Desvié la vista hacia la persona que había hablado y me tomé un segundo más de lo necesario en identificar a la propietaria de aquella voz.
Sus ojos, de un azul eléctrico, conectaron con los míos y me resultaron familiares, aunque no conseguí ubicarlos en ese momento. Por un instante olvidé la cirugía, los pitidos de las máquinas y todo lo que no fueran esos iris del color del océano.
Fruncí el ceño. «¿Dónde te he visto antes?», me pregunté, incapaz de desviar la mirada.
El silencio se hizo palpable en el quirófano. Sentí cómo todos esperaban la reacción de Borja. Por fin, con un esfuerzo titánico, regresé la atención a mi colega.
—Tú mandas, Santana —me dijo él.
—Lleva razón —intervine—. Mantendremos el abordaje original.
Ella, sin dejar de mirarme, asintió en mi dirección. Tuve que cambiar de postura cuando una inoportuna incomodidad en mi entrepierna me pilló por sorpresa. Durante los siguientes minutos trabajamos en conjunto y la técnica se ejecutó sin contratiempos ni complicaciones.
Al terminar mi parte, observé a Borja y sonreí bajo la mascarilla.
—Buen trabajo, Sánchez.
—Lo mismo digo.
Giré la cabeza hacia la izquierda y volví a buscarla. Me tomé un segundo para estudiar los rasgos de aquella cirujana, más allá de los ojos que tanto me habían inquietado.
La piel clara destacaba bajo el borde del gorro quirúrgico, del que asomaba una pequeña porción de pelo rubio. La curva de los pómulos, altos y orgullosos, y la precisión de su mirada transmitían concentración absoluta y me maravilló ver que, a pesar de las horas que llevaba en el hospital en su primer día, su expresión y postura seguían firmes, como si nada pudiera romper su equilibrio.
Ella debió de advertir mi escrutinio, porque desvió esos perturbadores ojos hacia mí y me sostuvo la mirada con una intensidad que me dejó noqueado durante un momento.
Cuando fui capaz de ponerme en movimiento, me dirigí hacia la puerta y le sonreí al bajarme la mascarilla.
—Bienvenida al servicio, doctora Remo.
Una ceja alzada fue todo con lo que me obsequió.
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