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PRÓLOGO

 

La palabra «familia» no siempre tiene el mismo significado. Para unas personas puede ser el resultado de una serie de catastróficas desdichas, así como para otras, un sinónimo de suerte y felicidad.

Lo que sí está claro es que ese término conlleva un vínculo y, a partir de este —o pese a este—, se ve condicionada nuestra realidad.

En Costa Serena hay numerosas familias, sin embargo, nos centraremos en dos de ellas, tan peculiares como diferentes entre sí: los De la Vega Sánchez y los Remo Delgado.

La principal diferencia entre ellas es, sin duda, el número de miembros que las componen, de dos contra muchos.

Según afirman numerosos vecinos, da la impresión de que los Remo Delgado se han propuesto perpetuar la especie con sus maravillosos genes. Y no es de extrañar, ya que estos parecen estar repletos de células dedicadas a dotarlos de una gran belleza física y a regalarles unas personalidades tan atrayentes como apreciadas por los demás.

Federico y Estrella, pese a ser un matrimonio joven que aún no ha llegado a la cincuentena, tienen ocho hijos en edades comprendidas entre los veintiocho y los diez años. Además, a estos hay que sumarles numerosos primos, tíos, abuelos y demás allegados.

Y, aunque los escasos dos componentes de los De la Vega Sánchez, madre e hija, no pueden competir con los anteriores en número, no dejan de ser dignas de mención.

Pepa, la cabeza de familia, regenta un reconocido negocio en el pueblo del que su hija África no tiene la menor intención de formar parte, no obstante, la personalidad de esta última la ha hecho popular entre sus vecinos.

A pesar de que África adora a su madre, siempre ha soñado despierta y fantaseado con ser un miembro más de esa otra familia del pueblo. Su destino se vio marcado por aquel primer día de colegio, en el que se acercó a una niña de su misma edad con un bonito y largo cabello rubio, ojos azules parecidos a los de ella y una preciosa y amable sonrisa: Alana Remo Delgado, la primogénita del matrimonio.

Desde entonces, Alana y ella se hicieron inseparables. África compartió con su amiga la llegada de cada nuevo miembro a su hogar y no transcurrió demasiado tiempo antes de que pasase la mayoría de sus tardes en aquella casa, obviando las quejas de su propia madre.

Los años transcurrieron y, cuando dejaron atrás la adolescencia, África se marchó de Costa Serena tras su última conquista, que no le duró demasiado, tal y como había ocurrido con todas las demás que ya conservaba en su haber. No regresó durante un tiempo.

Para cuando lo hizo, Costa Serena la recibiría con los brazos abiertos… Aunque esa afirmación no sería del todo cierta, ya que uno de los miembros de la familia Remo Delgado, al que ella recordaba como un adolescente imberbe y anodino, se la tenía jurada desde hacía años, y África no tardaría demasiado en descubrir el peso de algunas de sus decisiones pasadas y futuras.

¿Será esa rivalidad la causante de que ambas familias se distancien?

 

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CAPÍTULO 1
HE VUELTO

 

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Regresar, a veces, es la parte más difícil, porque puede que hayas cambiado tanto estando fuera del rompecabezas que ya no encajes

 

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ÁFRICA

 

Cuando me bajé del taxi y observé la fachada de la vivienda que tenía a mi derecha no pude evitar suspirar.

La vida, la puta vida, se componía de etapas, y yo sabía que la mía en ese pueblo había acabado hacía tiempo. Puede que por eso no me había dolido demasiado dejar atrás el cartel de Costa Serena cuando me marché siete años atrás y tampoco me costó regresar tan solo de visita unas pocas veces desde entonces; sin embargo, cuando abracé a mi madre y me fijé en su aspecto, algo más marchito desde la última vez que la vi en persona hacía muchos meses, sentí un pellizco nada agradable en mi interior: el de la culpabilidad por haberla dejado sola.

—Qué guapa estás, hija —me alabó ella agarrándome de las mejillas.

—Mamá, no llores.

Le sonreí y volví a abrazarla un poco más fuerte esa vez. Ella no tardó en separarse y secarse las lágrimas con el dorso de las manos, negando un par de veces con brío.

—Ya está bien. Venga, ven a tu habitación. La pinté la semana pasada —comentó mientras subíamos por la estrecha escalera—. A ver si te gusta cómo ha quedado.

Su tono esperanzado me enterneció un poco y dejé con cuidado mi bolso sobre el ajado aparador del descansillo. La decoración de la vivienda seguía siendo la misma desde mi nacimiento.

—Qué bonito —le dije forzando una sonrisa al apreciar el horrendo color naranja de las paredes en combinación con los cojines y cortinas estampadas de flores en el mismo tono. Iba a tener pesadillas cada vez que cerrase los ojos—. No tenías que haberte molestado, mamá. No voy a estar mucho tiempo.

El gesto se le contrajo durante unas milésimas de segundo, lo justo para que su dolor no me pasase desapercibido.

—Ya le hacía falta —se excusó—. Llevaba sin hacerle nada desde que te fuiste.

En ese instante me arrepentí de haberla avisado con la suficiente antelación. Aquella sería la vez que más tiempo pasaría en Costa Serena desde mi marcha, una semana. Mis amigas me habían insistido y la verdad era que tenía ganas de pasar tiempo con ellas.

Alba acababa de ser madre por tercera vez, y Alana, aunque no seguía los pasos de nuestra amiga, también había conseguido grandes cosas en los últimos tiempos, como un novio que la tenía sumamente satisfecha y resplandeciente, pese a ser trece años mayor que ella. Siempre se lo había dicho, la veteranía era un grado a tener en cuenta en aspectos como el del sexo.

Y justo ese era uno de los motivos por los que estaba tan colada desde hacía milenios por su padre, un cuarentón que había protagonizado mis fantasías más tórridas desde mi despertar hormonal.

Bueno, por eso y porque poseía el cuerpo más perfecto que había visto en mi vida, y yo de eso sabía un rato. Me había centrado en estudiar a fondo numerosas anatomías masculinas durante todos esos años como para saber cómo y dónde fijarme para comparar.

Comí con mi madre y un rato más tarde, tras haber colocado mis carísimas prendas en el armario de la habitación donde aún se encontraba mi ropa cutre de adolescente, me di una ducha, y ambas salimos en diferentes direcciones.

—Mamá, alegra esa cara. Te vas con tus amigas de fin de semana, no a un velatorio.

—Hija, es que para una vez que vienes…

—Ya lo tenías organizado —le dije una vez más—. Lo más seguro es que nosotros acabemos tarde, ya sabes cómo son las fiestas en casa de Alana, así que me quedaré allí a dormir para que no te preocupes, ¿vale?

—Vale, pero no te creas que me voy muy contenta. —Le palmeé el trasero, y ella soltó un gritito, avergonzada—. ¡África de la Vega!

—Sánchez —completé con descaro—. Venga, a disfrutar, que eres muy joven aún para estar siempre encerrada.

Mi madre se quejó un poco más y, tras guiñarle un ojo, terminé escuchando su risa. Esta se intensificó cuando contoneé de forma exagerada el culo mientras me alejaba calle abajo.

Llegué a casa de los Remo Delgado más tarde de lo que había previsto, pues los tacones dificultaron mi caminar por las calles del pueblo y el calor ralentizó mi avance. No tenía ninguna intención de aparecer en casa de los padres de mi amiga, empapada en sudor como una vulgar pueblerina —cosa que en realidad era, pero que me había esforzado por camuflar durante todos esos años—, así que me lo había tomado con calma.

Por suerte, cuando vislumbré la esbelta y atlética figura de Alana en la terraza, todavía no había demasiada gente en el evento.

—¡He vuelto! —Alcé la voz, lo que provocó que girase la cabeza.

No le di tiempo a reaccionar y volé hasta ella, tirándome en sus brazos mientras ambas chillábamos como dos niñas pequeñas.

—¡Afri! —murmuró contra mi pelo con ilusión.

—¡Alana! ¡Tía! ¡Que estoy aquí otra vez! —repetí sin llegar a creérmelo, con una alegría sincera invadiendo mi interior. Me recreé en esa sensación que me era tan ajena últimamente—. Costa Serena, ¡I’m back!

—¡Sí! Qué bien que hayas podido venir. —Ella soltó una risa encantada y me agarró de las manos. Aquello provocó que nuestros cuerpos se separasen. La mirada de mi amiga se centró en mi figura y no dejó ni un centímetro por recorrer. Me moví con coquetería ante ella—. Guau, estás impresionante.

El tono de admiración que utilizó hizo que una sonrisa vanidosa se me dibujase en los labios. Sabía que lo estaba, era consciente de lo que reflejaba el espejo cuando me ponía frente a él.

Mi amiga se fijó entonces en el generoso escote de mi vestido y abrió los ojos con asombro, lo que hizo que soltase una carcajada ante su gesto.

—¿Te gustan? —Me reajusté el pecho con elegancia y elevé ambas cejas con diversión—. Obsequio de mi última conquista. Era cirujano plástico.

—Un regalo muy… ¿interesante? —dijo dubitativa para, un segundo después, horrorizarse—. Espera… ¿Era? ¿Lo has matado o algo así? Por favor, dime que no te lo has cargado.

—No. —Reí por lo absurdo de su deducción—. Solo pertenece al pasado.

—No sé por qué no me sorprende.

Me encogí de hombros y pasé mi brazo por el suyo, girándome con ella y observando nuestro alrededor. Tenía claro lo que buscaba y no detuve mi barrido ocular hasta que lo encontré junto a la barbacoa.

Se me hizo la boca agua y no precisamente por la comida que había en ella.

—Bueno, bueno. ¿Qué me he perdido durante todos estos años? Seguro que hay alguna novedad jugosa al margen de lo bueno que sigue estando tu padre. Dios… —siseé con los labios y me mordí uno de ellos cuando el susodicho se secó el sudor de la frente con el bajo de la camiseta, lo que hizo que su definido y glorioso abdomen quedase a la vista—. ¿Qué edad tiene ya? Este hombre es como el vino…

—África, por lo que más quieras —me rogó Alana con un gemido lastimero que decidí obviar.

—En serio, ¿cuántos años tiene?

Mi amiga suspiró y contestó a desgana.

—Cuarenta y seis.

—Cuarenta y seis meneos le daba —murmuré sabiendo lo que conseguiría con mi comentario. Me reí con ganas cuando ella me dio un empujón y le pasé un brazo por la cintura con cariño. Mierda, la había echado demasiado de menos, a ella y a Alba, a la que aún no veía por allí—. Bueno, y ¿qué opinas sobre que nuestra amiga haya decidido seguir los pasos de tus padres y ya tenga tres hijos? Por cierto, vendrá, ¿no?

Alana sonrió enternecida y asintió con la cabeza.

—Sí, más tarde. —Frunció los labios con un gesto tierno—. Y te aviso de que la niña es una muñeca preciosa y buenísima.

—Uy, uy, uy… Me da que te está entrando el gusanillo —la piqué.

—¡No! —Negó con la cabeza con tal vehemencia como si le hubiese preguntado si su dieta consistía en desayunar recién nacidos—. Estamos muy bien como estamos y no nos hace falta nada más. Ni Hans ni yo queremos niños.

No era la primera vez que escuchaba esa explicación, sin embargo, no terminaba de creerme que un Remo Delgado no quisiera tener descendencia.

¿No iba contra natura o algo así?

Me guardé el tema para tratarlo en profundidad con el cabeza de familia y así, de paso, podría recrearme en él a conciencia.

—Ya, ya —contesté no muy convencida, a la vez que la figura de una chica morena con un cuerpo espectacular pasaba a unos metros de distancia. Tuve que poner empeño en discernir su rostro, pero, cuando me di cuenta de quién era, mis ojos se abrieron por el asombro—. ¡Hostia! ¿Esa es tu hermana Fabiola?

Alana siguió el curso de mi mirada y asintió con una sonrisa orgullosa.

—La misma.

—Madre mía. —Silbé con admiración al apreciar sus curvas—. Y seguro que no le habrá hecho falta tirarse a ningún cirujano cincuentón, que para nada estaba igual de bueno que tu padre, para conseguirlas.

Alana se carcajeó algo horrorizada. No la culpaba, había perdido práctica en eso de tratarme en vivo y en directo. Pronto se pondría al día; tendría África para rato.

—Por supuesto que no.

—Maldita genética la vuestra —me quejé.

—Entrena cada día —me aclaró—. Cuando acabe la carrera va a prepararse para las pruebas de la Policía.

Giré la cabeza hacia mi amiga y la miré con interés. Recordaba haber escuchado esa misma cantinela en los labios de una chiquilla retraída y asustadiza, aunque no le había dado la menor importancia en aquel momento, al fin y al cabo, tan solo eran los sueños de grandeza de una niña.

—No me jodas, ¿pato? ¿Al final lo va a hacer de verdad?

—Nadie la llama así ya.

Alana se encogió de hombros y sonrió, haciendo referencia al mote que todos los hermanos habían utilizado para llamar a la única morena de la familia.

—No me extraña. Como en el cuento, se ha convertido en un cisne pibón.

Mi amiga se echó a reír por mi comentario, y sentí un par de ojos fijos en mi cuerpo. Juraría que eran masculinos, a juzgar por la intensidad con la que los sentía recorrerme.

Conocía esa sensación. No era la primera vez que alguien me observaba a conciencia y tampoco era que me molestase que lo hicieran; me preocupaba por controlar mi alimentación y tener mi mejor aspecto precisamente para lucirlo. De hecho, si mirar hubiese costado dinero, en ese instante me encontraría en Puerto Rico con un séquito de clones del cocinero que daría vueltas al chuletón al otro lado de la terraza como esclavos sexuales.

Alana carraspeó incómoda, y elevé una ceja cuando me di cuenta de quién era el que no me quitaba ojo.

Intenté contener una sonrisa.

—Hola, Guillermo.

Ante la mención de su nombre se hinchó como un pavo, elevó la vista y me observó embelesado.

—Guille, ¿te acuerdas de mi amiga África?

El chico no rompió el contacto visual conmigo, pese a haberle hablado su hermana. Tenía que reconocer que poseía más agallas que muchos de los hombres que se habían cruzado en mi camino.

—¿Si digo que sí, me estrecharás entre tus brazos? —rebatió el muchacho sin un ápice de vergüenza, observándome de frente.

No pude evitar echarme a reír. ¿Cuántos años tendría? ¿Doce? ¿Puede que trece? Intenté calcular mentalmente y deduje que no más de catorce.

Justo la mitad que yo.

—La última vez que te vi me lanzaste un saltamontes y te empeñabas en tirarme del pelo. Aún te meabas en la cama, de hecho.

—Entonces era solo un niño —razonó con una sonrisa seductora.

—Justo lo mismo que eres ahora —rebatió Alana y supe que estaba aguantando la risa por el tono que había utilizado.

Ese fue el momento en el que él desenredó su mirada de la mía y la dirigió a su hermana con gesto indignado.

—Tengo barba, por lo que ya no soy un niño.

¿Barba? Madre mía, no se podía negar que tenía una amplia seguridad en sí mismo.

—Creo que papá te llama. Ve, anda.

El preadolescente asintió no muy convencido, no sin antes dedicarme un guiño que me arrancó una sonrisa.

—Menudo personaje.

—Fijo que mis padres lo recogieron de la basura —bromeó mi amiga—. Barba, dice… Si son cuatro pelos jugando al póquer. Bueno, antes de que alguien más nos interrumpa, ven conmigo.

Alana me agarró del brazo y me guio por el césped hasta la zona del centro de entrenamiento donde trabajaba con su novio y su padre. Me enseñó las últimas mejoras y, mientras lo recorrimos, recordé las numerosas veces que Alba y yo nos habíamos escondido en los alrededores del edificio cuando, siendo adolescentes, íbamos a recoger a nuestra amiga.

Nuestras hormonas habían llorado de alegría al regalarles la visión de aquel adonis perladito de sudor trabajando en las diferentes máquinas y ayudando a hombres y a mujeres a realizar los ejercicios.

Bendito negocio familiar, no como el mío.

Regresamos a la vivienda, y poco a poco se fue sumando más y más gente. Las barbacoas en casa de mi amiga siempre habían sido épicas, y por lo que pude comprobar era algo que no había cambiado.

En aquella ocasión Alana nos había citado allí para sorprender a Hans, su pareja.

Unos minutos antes de que corriese a recibirlo, llegó Alba junto a Soto. Nos abrazamos las tres y volvimos a protagonizar uno de los momentos más tiernos de la tarde, a tenor de las lágrimas de la recién llegada y las sonrisas emocionadas de los que teníamos alrededor.

Las voces poco a poco se fueron apagando y, cuando la figura de Alana emergió de la vivienda con el homenajeado, no pude evitar soltar una risita ante su cara de circunstancias y el color de sus mejillas, pues su chico se hallaba pegado cual lapa a la parte trasera de su cuerpo y se movía en una actitud bastante cariñosa a la vez que olía su cuello.

—Hans… —Leí sus labios—. Para, Hans…

Tapé los ojos de la benjamina de Alba y Soto, que jugueteaba con sus manitas regordetas enredadas en los mechones platinos de mi pelo.

Escuché a la madre de la criatura soltar una risita ante mi gesto justo antes de que alguien gritara «sorpresa» y nos evitara con ello ser testigos de una escena digna de una película porno.

Rato después me encontré a Alana sonriendo como una tonta enamorada mientras observaba a su pareja saludar a unos y a otros.

—¿Vas a llorar? —le pregunté con diversión poniéndome a su lado.

—Calla.

—Vas a llorar —confirmé, y ella se fijó en el bulto algo baboso que tenía entre mis brazos.

—Te pega.

Sus palabras fueron como una mecha que prendió mis siguientes movimientos. Alba, con sus instintos de madre, recibió a la niña sin dejar de reír ante mi gesto horrorizado, y Alana la coreó.

—¡No lo digas ni en broma! —exigí y exageré un escalofrío—. Eso os lo dejo a vosotras.

—Conmigo no cuentes —rebatió Alana—. Le he pasado el testigo a mi hermano Bruno.

Aquel nombre me hizo fruncir el ceño.

No había visto aún al siguiente miembro en la sucesión al trono Remo Delgado, aunque tampoco me extrañaba demasiado, de hecho, en las pocas ocasiones en las que había vuelto a Costa Serena nunca coincidimos.

—¿No me dijiste que sería él quien traería a Hans del aeropuerto?

Alana asintió sin darle demasiada importancia a mi pregunta.

—Sí. Estará por ahí. —Curioseó a nuestro alrededor hasta que pareció encontrarlo—. ¡Allí!

Seguí la dirección que me marcaba y entrecerré los ojos.

—No veo una mierda —admití con pesar—. Voy a tener que ligarme a un oculista. ¿Qué edad crees que tendrá Alain Afflelou? O quizá tenga algún hijo. Investigaré…

Mis amigas soltaron una carcajada, y Alana terminó negando con la cabeza como si me diese por perdida.

—Está allí, al lado de la piscina. Es el que está morreándose con Laura, la chica morena del pantalón amarillo.

Ubiqué una mancha de ese color en la lejanía. Debían de ser ellos.

—¿Es la misma Laura de siempre?

Ella asintió, y compuse una mueca de repulsa que no fue correspondida, pues Alana perdió automáticamente el interés en la conversación cuando el hijo mayor de nuestra amiga Alba, que aún no tenía ni tres años, llegó hasta nosotras.

Permanecí con ellas un rato más antes de que me pudiese la curiosidad. Esperé paciente a que el homenajeado llegase hasta nosotras, le di los dos besos de rigor a modo de saludo y felicitación y me excusé con rapidez, separándome de ellos en dirección a la piscina.

Tenía un claro objetivo, por lo que tomé como referencia aquella mancha amarilla que, conforme me acercaba, dejó paso a la visión de los pantalones más horribles que jamás había visto en mi vida.

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CAPÍTULO 2
BRUNITO

 

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Somos tantos viviendo en las nubes que deberíamos temer que un día comiencen a llover gilipollas

 

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BRUNO

 

Gruñí excitado cuando Laura se apretó contra mí. Sabía que debíamos parar, estábamos en casa de mis padres y, aunque siempre habían sido muy permisivos con nuestras relaciones, acababa de cumplir veintitrés años, no quince, que era la edad que aparentábamos por el comportamiento que estábamos teniendo mi chica y yo.

Sin embargo, debía aprovechar aquella situación pasajera, ya que últimamente no teníamos demasiado contacto físico entre nosotros.

—Vámonos a casa —me pidió. Negué con los párpados cerrados y la frente apoyada en la de ella, y pellizqué sus costados con cariño—. Cari…

Su queja me hizo abrir los ojos y fijarme en su expresión, los suyos brillaban entrecerrados y en los labios se le dibujaba un adorable mohín que hizo parecer más dulce su rostro sin maquillar.

Llevé las manos hasta su pelo suelto y hundí los dedos en él.

—No me hagas esto, nena —susurré y fundí mis labios con los suyos de nuevo, recreándome en la suavidad de su lengua en contacto con la mía.

No dejé que insistiera en el tema, de lo contrario, sabía que terminaría cediendo y nos marcharíamos de allí antes de lo que había previsto.

Mientras nos besábamos, una carcajada femenina se escuchó a poca distancia de nuestra posición y la voz que la acompañó me hizo fruncir el ceño.

Con un mal presentimiento, me detuve y separé mi boca de la de Laura, aunque ella no permitió que nuestros cuerpos se alejasen demasiado. Sentí su mano apretar mi culo y su garganta emitió un sonido que hizo que mi más que dispuesta polla, que no entendía de normas sociales o cercanía familiar, saltara en respuesta.

—Vámonos —me susurró de nuevo en el oído.

Estuve a punto de perder toda conexión con el mundo cuando me mordió el lóbulo de la oreja. A puntito, pero me contuve justo en el último segundo.

No quería abandonar la fiesta, no cuando acababa de empezar y mis padres me habían pedido varias veces y con insistencia que hiciese acto de presencia.

—¿Os pago un hotel, parejita?

Mi espalda se puso recta, giré con rapidez la cabeza hacia la derecha y lamenté de inmediato haber roto la racha de siete años de buena suerte que había tenido al no cruzármela.

Mi yo adolescente empezó a darse de hostias contra una pared imaginaria.

Mi cuerpo, caliente por lo que habíamos estado haciendo Laura y yo hasta ese mismo instante, actuó por libre y me obligó a fijarme en la figura de la recién llegada durante unos segundos, sin poder hacer nada por evitarlo.

Su aspecto me secó la boca: tacones de infarto, unas piernas morenas y largas que parecían sacadas de un anuncio de verano, un vestido ajustado que se le pegaba al cuerpo de una manera espectacular y, para rematar, un escote de vértigo que me dejó sin palabras.

Al darme cuenta de lo que estaba haciendo, me obligué a dejar de pensar con la cabeza equivocada y a enfocar mi atención en su cara, pero esos gruesos labios rojos y esa sonrisa condescendiente no me lo pusieron fácil.

Le sostuve la mirada, y ella alzó una ceja, provocativa.

Me tuve que contener para no mandarlo todo a la mierda.

—África —bufé.

—Bruno —replicó ella con una sonrisita de lo más irritante—. ¿Y tú eras…? ¿Lucía? —preguntó al tiempo que hacía un ademán exagerado con sus manos, de largos dedos y ridículas uñas rojas, a juego con sus labios y tacones.

—Laura —contestó mi chica con tono cordial a la vez que se separaba de mí.

Lamenté la pérdida de inmediato y recé para que, cuando volviésemos a estar a solas —cosa que esperaba que no tardase demasiado en ocurrir—, estuviera de nuevo tan cariñosa.

Miré con desprecio a la recién llegada; ella era la culpable de todo.

—¡Eso! ¡Laura! —Asintió con un entusiasmo mal fingido la amiga de mi hermana y su sonrisa me resultó demasiado falsa; tanto como toda ella, de hecho—. Bruno y Laura. Seguís siendo tan adorables como cuando erais niños.

Y, a pesar de que llevaba mucho tiempo sin verla, la conocía lo bastante bien como para no dejarme engañar por su tono halagador.

—Gracias —respondí imprimiéndoles a mis palabras la misma hipocresía que ella demostraba. Pasé un brazo por la cintura de mi novia, que me observó con el ceño fruncido—. Bienvenida a Costa Serena, África.

Giré el cuerpo hacia la derecha y obligué a Laura a avanzar conmigo. Ella no tardó en seguir mis pasos, y sonreí con satisfacción cuando vi por el rabillo del ojo cómo la otra se volvía hacia nosotros con una mueca de asco que apenas pudo disimular.

—¿Qué ha sido eso? —me preguntó mi chica con curiosidad.

—Nada. ¿Te apetece algo de beber?

Ella me observó unos segundos con los ojos entrecerrados y terminó encogiéndose de hombros en una actitud más pasota que la de antes. Elevé la cabeza al cielo y cogí aire con lentitud cuando, al tenderle el vaso, ella ni siquiera me dirigió una mirada.

Me acordé de todos los ancestros de África y la maldije por su jodida interrupción.

Laura le dio un sorbo a su bebida a la vez que paseaba la vista a nuestro alrededor con gesto aburrido. El aviso de un mensaje en su teléfono hizo que lo sacase del bolso de tela que llevaba cruzado sobre el hombro.

—¿Nos vamos a casa? —le propuse esa vez yo, a la desesperada.

—Hay que ir a la protectora —anunció, y solté un bufido—. Me acaba de escribir Jotha.

—Joder —me quejé sabiendo que no serviría de nada.

—Tú quédate —dijo tendiéndome su vaso casi vacío—. Voy y vuelvo en un rato. No tardaré.

—¿Segura?

—Que sí, pesado. —Me besó sin demasiadas ceremonias—. Diviértete.

No me quedó otra que asentir. Sabía que a Laura no le terminaban de gustar ese tipo de celebraciones a las que mi gente era aficionada, y no es que la culpase o algo así; ella era hija única, su familia era mucho más reducida que la nuestra y tampoco es que se reuniesen con cualquier excusa como los míos.

La vi marcharse y, cuando me quedé a solas —si es que a estar rodeado de unas cincuenta personas se le podía llamar así—, me palmeé el hombro mentalmente al no dar mi brazo a torcer y salir tras ella como hacía de manera habitual.

Hablé con varios conocidos y familiares durante un rato y después me entretuve jugando al baloncesto con los más pequeños. Mi hermana Zahara, pese a sus diez años recién cumplidos, me dio una paliza que me hubiese resultado bochornosa si mi primo Aliel, el hijo de mi tía Alicia y su marido Adriel, no me hubiese contagiado su euforia infantil al corear a la ganadora, dos años mayor que él y máximo referente en su vida.

Me alejé de ellos unos pasos y revisé mi teléfono, extrañado porque Laura no hubiese vuelto aún.

—Joder —solté al leer el mensaje que me había enviado media hora atrás—. Me cago en la puta.

—Anda lo que ha dicho —dijo mi primo.

Lo miré señalándolo con un dedo.

—No se repite.

—Vas a ir a papá —contestó mi hermana pequeña.

Volví a dirigir la vista a la pantalla.

 

Laura

Me he venido a casa con esta gente. Tú pásalo bien con tu familia. TQ.

 

Las aletas la nariz se me ensancharon cuando cogí aire. Estaba cabreado, sí, porque me molestaba que hubiese preferido estar con sus amigos, nuestros amigos, en vez de allí conmigo. Sin embargo, por más que me jodiese, decidí que en aquella ocasión no correría como un perrito faldero tras ella.

Estaba cansado de tener que elegir y que siempre saliese perdiendo mi familia en beneficio de Laura, y me frustraba que, después de siete años de relación, no entendiese que los necesitaba a ambos por igual.

Pulsé un punto de la pantalla con decisión y le grabé un mensaje de voz. Quería que se diera cuenta de mi enfado, por lo que no me reprimí al hablar. Di por hecho que lo lamentaría al volver a casa, pues ella me castigaría una vez más con su fría indiferencia, pero no pude evitar sentir aquello como un pequeño triunfo.

—¿Problemas en el paraíso?

Cerré los ojos y apreté la mandíbula antes de darme la vuelta.

Una furia primitiva se asentó en mi estómago y tuve que contener la boca para no soltarle un gruñido.

Joder, ¿en serio? ¿No podía haberme escuchado otra persona de todas las que había en la fiesta? No, claro que no, tenía que ser precisamente ella para terminar de tocarme los cojones.

Supe exactamente cómo luciría su cara cuando me girase sin temor a equivocarme, y forcé una sonrisa amplia al encararla.

—Qué va, aunque parece que alguien anda buscando carnaza para cotillear cuando vuelva a su propio infierno.

África alzó una ceja y una sonrisa de suficiencia curvó sus labios. Hizo un gesto con la cabeza como concediéndome permiso para respirar y su actitud tensó mi mandíbula.

Por supuesto, no permití que ella lo notase.

—¿Necesitas ayuda con la gestión de tus emociones, Brunito? ¿Le digo a mamá Remo que te prepare un tazón de cereales con doble de fibra, tal vez?

«¿Brunito?».

Inspiré hondo intentando calmarme. No iba a caer en sus provocaciones.

África no había perdido su don de la oportunidad. Puede que, visto desde fuera, no se entendiese mi resentimiento hacia ella, pero tenía motivos más que justificados, y su actitud perdonavidas, junto con esa ridícula fachada de mujer fatal, me ponían enfermo.

Alimenté mi enfado y me recreé en ese aire de superioridad que lucía. Sabía de su vida por las cosas que contaba mi hermana Alana, ya que no habíamos tenido ningún tipo de contacto entre nosotros. Me concentré un poco más en ese resentimiento que había comenzado a sentir hacia ella siendo tan solo un adolescente, y eso, sumado al cabreo provocado por mi propia novia, desencadenó mi respuesta.

—Dime, África. —Simulé un gran y sincero interés por su contestación—. ¿Cómo es que has honrado a este humilde pueblo con tu presencia? ¿Es que se te han acabado las opciones y las camas para vivir del cuento?

El ataque había sido algo gratuito por mi parte, lo reconocía, aun así, ella no se amilanó ni un poquito.

—Oh, no. Gracias por tu interés, Brunito. —Mierda. Debía de haber notado cómo me molestaba ese apodo y ahora se iba a cebar utilizándolo contra mí—. Por suerte, el mundo está lleno de hombres simples a los que cegar con mi encanto.

—No engañarás a ninguno por aquí.

—¿Tú crees? —me desafió—. Estoy segura de que, si me lo propusiera, daría con alguno antes de marcharme.

Solté una risa arrogante y asentí, sabiendo que sería capaz de algo así y más.

—Será divertido ver cómo lo intentas. —Ella inclinó ligeramente la cabeza sin dejar de observarme—. Mira tú por dónde, Costa Serena va a volver a tener entretenimiento. Estábamos muy tristes tras la marcha del último bufón.

Entrecerró los ojos y frunció los labios, y sonreí ampliamente justo antes de darme media vuelta y enfilar hacia donde se encontraban los demás invitados. Con un poco de suerte la evitaría durante el resto de la fiesta y pasarían otro puñado de años antes de tener que volver a cruzármela.

Sin embargo, parecía que en aquella ocasión la fortuna no iba a estar de mi lado, pues cuando me acerqué a mi padre para decirle que me quedaría a dormir aquella noche en su casa, ya que ni de coña iba a volver al piso a aguantar la movida que me esperaba allí, mis planes se fueron a la mierda.

La única habitación libre, la de mi hermana mayor, ya se la habían ofrecido a alguien en mi misma situación, y el resto de los dormitorios estaban ocupados por mis hermanos pequeños, que los habían repartido años atrás, cuando Alana y yo nos marchamos de casa.

Los seis, como si fuesen urracas, casi se habían sacado los ojos para dividirse las siete habitaciones y el apartamento que había ubicado en el garaje, como si de oro reluciente se tratase. Por lo que, de las opciones que me quedaban, decidí ocupar la cama auxiliar de mi antiguo cuarto.

—Joder, tío —se quejó mi hermano Guille, actual dueño de mis viejos dominios—. ¿Y si me sale plan?

Lo miré alucinado.

¿Estaba hablando de lo que creía que estaba hablando? Si solo tenía catorce años, por el amor de Dios. A su edad yo aún ni había perdido la virginidad.

—¿Plan? —pregunté con diversión—. ¿Para jugar a los Playmobil?

—A las casitas, ¡no te jode! —rebatió—. En fin. Tendré que ir yo a su habitación.

Alcé una ceja y negué sin entender nada.

—¿De qué hablas?

—De la diosa de África, bro. —Resopló con fastidio al percatarse del gesto de mi cara—. ¿Es que no la has visto? Es muy top.

Sí. La había visto. Por supuesto que la había visto.

—¿Qué tiene que ver ella con todo esto?

—Es la invitada que se queda en la habitación de Alana —aclaró como si yo fuese tonto—. Pensaba tirarle ficha para que viniese por la noche a buscarme, pero no me va a quedar más remedio que ir yo a su cuarto ahora que tú has decidido venir de colado al mío.

—Te recuerdo que me perteneció antes que a ti —le chinché poniéndome a su nivel.

—Perdiste tus derechos cuando te fuiste.

En eso llevaba toda la razón.

—No tienes nada que hacer con ella. —Me miró pagado de sí mismo.

—Se acuerda de mí —dijo como si fuese suficiente motivo de peso.

—Claro que se acuerda de ti, atontao. Prácticamente vivía en esta casa antes de marcharse del pueblo. Nos ha cambiado los pañales y jugado a las mamás y bebés con todos nosotros durante años —le aclaré—. Además, ¿te has dado cuenta de que tiene la misma edad que Alana?

—¿Y?

—Que te dobla la edad, idiota. —Un gesto molesto invadió su cara—. ¿Crees que papá y mamá dejarían que algo así pasase bajo su techo?

—No tienen por qué enterarse.

Puse los ojos en blanco y resoplé.

Hablar con mi hermano era como hacerlo con la pared.

—Vas a hacer el ridículo.

—Ok, boomer. ¿Qué sabrás tú? Si no has tenido más que una novia en toda tu vida.

Técnicamente así era.

—Habló el Doctor Amor. —Me reí.

—No voy a perder más el tiempo contigo. —Fue a darme la espalda, pero pareció pensarlo mejor y dijo algo más antes de marcharse—. Centraré mis esfuerzos en cegarla con mi encanto. Puedes observarme y aprender del maestro. Terminarás shippeándonos.

Se fue, y no pude evitar soltar una risa alucinada.

Me obligué a ver el lado positivo, Al menos todo aquello había conseguido que mi mosqueo con Laura se esfumase un poco.

Cuando me tumbé en la cama esa noche, recé porque mi madre hubiese captado el mensaje encriptado que le di tras mi conversación con Guille, y África cerrase con pestillo la puerta de su dormitorio.

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«Ok, boomer» es una expresión utilizada por jóvenes y adolescentes para silenciar o burlarse de declaraciones percibidas como quejas paternalistas de los más mayores.

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Shippear, del inglés «to ship». Hace referencia al deseo o preferencia porque dos personas tengan una relación. Apostar por el futuro romance de dos personas.

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