PRÓLOGO
Es aconsejable volver la vista hacia el pasado para darle valor a lo que vivimos en el presente, pues solo así se podrá construir el futuro deseado.
17 años atrás
A la tierna edad de doce años pocas cosas hacen tanta ilusión como la euforia del último día de clase. Esos nervios que van incrementándose poco a poco con cada segundo que pasa, la sensación de que los minutos se convierten en horas cuando el momento de escuchar por última vez el timbre que marca la finalización del día está cada vez más cerca y, por último, la sensación de libertad cuando arrastras tu silla por el duro suelo de terrazo, uniendo su retumbar al de los demás asientos de todos tus compañeros en una cacofonía metálica.
Es ahí, justo en ese momento en el que agarras la mochila que te ha acompañado durante todo el curso, te encaminas hacia la salida y respiras hondo, cuando la sensación de libertad te provoca una sonrisa soñadora, a la vez que piensas que algo así es lo que deben de sentir los reclusos al abandonar la cárcel.
No debemos olvidar que con doce años casi se está empezando a saber lo que es realmente la vida, así que ni por asomo eres capaz de imaginar tal tormento; de ahí que la comparación sea tan trágica.
En general siempre he sido una dramática empedernida, me viene de serie, intrínseco en la genética desde que pasas de cigoto a embrión, por lo que terminas acostumbrándote más pronto que tarde, tanto tú como los que te rodean.
Haciendo gala de ello, volví a resoplar por enésima vez sintiendo que toda la euforia que había invadido mi cuerpo un par de horas antes, cuando dejé atrás mi último año en primaria, se esfumaba por momentos.
Servir de sujetavelas no era demasiado agradable.
Los culpables: mi hermana mayor y su novio, a los que llevaba padeciendo más de una hora mientras se besaban y cuchicheaban, llenando la habitación que ambas compartíamos de risas contenidas.
Si mis padres se enterasen de que Fede estaba allí otra vez, se la iban a cargar.
—Tengo que ir al baño —dijo ella, sin embargo, al separarse de él, este la agarró por la cintura, volviéndola a atraer hacia su posición tumbado sobre la cama—. En serio —se quejó riéndose—, tengo que ir.
—Está bien —concedió—, no tardes.
—Cuida de ella.
Me señaló con su cabeza, y alcé los ojos al techo a la vez que suspiraba con fuerza.
—Tengo doce años, sé cuidarme sola.
Cuando terminé la frase, Estrella ya había salido de la habitación, dejándome sola con su chico y su séquito de hormonas. Fede sonrió y se movió sobre el colchón, acercándose a mí y revolviéndome el flequillo.
—¿Qué haces, enana? —me preguntó mientras se sentaba a mi lado, en el suelo y a los pies de mi cama.
—Dibujar.
—¿Me dejas verlo? —curioseó sin perder la sonrisa, pese a mi tono monocorde y la poca atención que le había prestado—. Siempre andas metida en alguna de tus libretas, pero nunca me dejas echarle un vistazo a lo que haces en ellas.
Giré mi cabeza hacia la derecha y lo observé durante unos segundos. Sus rasgos ya no eran los de un niño y los seis años de diferencia que nos llevábamos eran más que evidentes. En ese momento pensé que perfectamente podría pasar por mi padre. Bueno, quizá no tanto, aun así, que él ya hubiese cumplido la mayoría de edad provocaba que mi mente lo catalogase como un adulto serio y aburrido.
Solo que Fede era de todo menos serio y aburrido.
Me caía bien.
—No te rías, ¿eh? —Agarré con fuerza el cuaderno mientras le advertía—. No está acabado y solo estaba pasando el rato mientras mi hermana y tú os dabais el lote. —El aliento que escapó de su boca al soltar una carcajada inesperada arrastró un mechón de mi pelo, el más cercano a su posición—. ¡Que no te rías! —me quejé enfurruñada.
—No me reía de ti —aclaró divertido—. ¿Darnos el lote? ¿Dónde has aprendido eso, enana?
Erguí mi cabeza con dignidad, aparentando una madurez que, claramente, no tenía.
—Sé lo que hacéis mi hermana y tú cuando estáis solos, no soy una niña, ya os lo he dicho.
—Ah, ¿sí? Y ¿qué hacemos, según tú? —indagó entretenido.
—Cosas…
—Cosas —repitió—. Sí, hacemos muchas «cosas». Hablamos, comemos, dormimos —enumeró, y bajó la voz para decir lo siguiente en un susurro casi inaudible, añadiéndole secretismo—, respiramos…
—Oh, venga, ya sabes a qué me refiero. —Me separé de Fede, llevándome el cuaderno al pecho y escudándome con él. Sentía las orejas ardiendo—. ¿Quieres verlo o no?
—Claro.
Aceptó de buen grado el cambio de tema. Su sonrisa afable y el modo en el que intentaba hacerme sentir cómoda me impulsaron a enseñarle el boceto en el que llevaba una hora trabajando.
La pintura era una de las cosas que más me apasionaban por aquel entonces.
—¡Joder! —exclamó al contemplarlo. Tras unos segundos en silencio, volvió a hablar—. ¿Lo has hecho tú?
—Sí. —Sonreí.
—Eres buena —me halagó agarrando la libreta y colocándola frente a su cara—. Es alucinante cómo le has dado vida a las olas. Es el faro de Costa Serena, ¿no?—Asentí, orgullosa de que mis trazos tuviesen cierto sentido.
»Tienes talento, enana. Haber hecho algo así sin tener la imagen delante… Guau, qué pasada —repitió, admirado—. ¿Me harás alguno a mí?
—¿Quieres que te dibuje el faro?
—No. —Sonrió llevando su vista hasta la puerta por la que entraba de nuevo su chica—. Querré que nos dibujes a nosotros. —La señaló con la cabeza—. Siendo dos carcas y rodeados de nuestros hijos.
Mi risa incrédula llegó hasta Estrella, que se acercó a nosotros y se sentó sobre las piernas de Fede, a mi lado.
—Me apetece ver una peli, ¿qué me dices? —le preguntó mirándolo embelesada.
—Hecho —contestó él pasando las manos por su cintura en un gesto cariñoso, aunque bastante carnal.
—¿No tienes planes para hoy, Ali?
Capté el mensaje oculto en su pregunta, era joven, pero no tonta. Empezar las vacaciones de verano un martes tenía ciertas ventajas, como disfrutar de la casa para ellos solos hasta que mis padres llegasen de trabajar, y una hermana pequeña chafaba cualquier plan. Y yo, puesta a elegir, prefería cualquier cosa antes que seguir aguantando sus arrumacos, la verdad.
—Saldré a dar una vuelta —improvisé.
—¿Con Mat?
—Sí.
Era obvio que Mateo entraría en la ecuación, no nos separábamos desde hacía dos años, cuando llegó al pueblo. Él había pasado por situaciones horripilantes, y yo siempre había estado a su lado para ayudarlo.
Mamá decía que nunca había que dejar a los amigos de lado en los malos momentos, porque en los buenos siempre teníamos a gente alrededor, pero los que se quedaban cuando pasábamos por situaciones difíciles eran los que de verdad contaban, los verdaderos.
Eso nos convertía en los mejores y más verdaderos amigos de Costa Serena y casi del mundo.
—Está bien, no vuelvas tarde, ¿vale?
Asentí mientras me ponía en pie y dejaba mi libreta de dibujo bajo mi almohada. Ellos empezaron a hablar, y yo, sin querer estar metida en la conversación que a todas luces no me incumbía, me apresuré en calzarme para salir, aunque no pude evitar oír parte de lo que se decían.
—¿Me echarás de menos este verano?
—Sabes que sí.
—Yo también. —La voz de mi hermana sonaba lastimera—. No me vas a olvidar, ¿verdad?
—¿Olvidarte? Si me tienes comiendo de tu mano. ¿Acaso lo hice el verano pasado o el anterior?
—Sara va a intentar algo contigo, lo sé —se quejó—. Cada vez que no estoy, le falta tiempo para ir detrás de ti.
—Pero ella no tiene una cosa que te pertenece a ti desde siempre. —Llevó sus manos unidas hasta su pecho, a la altura de su corazón—. Esto de aquí es solo tuyo. Eres la chica de mis sueños y serás la mujer de mi vida, Estrella.
La voz de él sonó tan tierna y segura que evité mirarlos por no interrumpir un momento tan bonito. Estaba a punto de llorar solo de escucharlos.
Esa era otra de mis características, lloraba a la mínima de cambio, desde siempre y por cualquier cosa que me afectase de alguna manera, ya fuese positivo o negativo. A veces odiaba hacerlo, porque sentía que al llorar el mundo a mi alrededor se crecía, pero no podía evitarlo.
Sorbí silenciosa, manteniendo a raya la humedad que empañaba mis ojos.
—Te quiero.
—Y yo a ti, preciosa —le contestó y, tras el sonido de lo que deduje que fue un beso, continuó en tono más pícaro—: Además, lo tengo todo planeado, cuando vuelvas del pueblo ponemos fecha de boda y, en cuanto cumplas los dieciocho, nos casamos.
—Vaya, interesante —bromeó ella.
—Y luego unos cuantos niños, que tu hermana está deseando que la hagamos tía, ¿verdad, enana?
—A mí no me metáis —me quejé sonriendo y encaminándome por fin hacia la puerta para dejarlos solos en la intimidad que pedían a gritos.
—¿Ves? Deseandito…
Mi risa se mezcló con el eco de las suyas cuando cerré la puerta de la habitación a mi espalda y, de buen ánimo, crucé el par de calles que me separaban de la casa de Mat.
—Hola. ¿Qué haces aquí?
—Mi hermana y Fede —me limité a contestar poniendo los ojos en blanco.
Él asintió y me pidió que aguardase un momento con un ademán, mientras se echaba su media melena hacia atrás en un gesto muy habitual en él.
—Mamá, ¡me voy con Alicia! —Sin esperar contestación, cogió su riñonera, que colgaba del perchero, y salió de la casa—. ¿Los has pillado otra vez?
Negué con la cabeza componiendo un gesto de repulsión.
—Calla, no me lo recuerdes, qué asco.
—¿Te has parado a pensar que si lo hacen tanto es porque no debe de dar tanto asco?
—Prefiero no pensarlo. ¿A dónde vamos?
—No sé. —Se quedó un momento en silencio—. Fran y los demás están en la Cala de los Amantes.
Su frase, en principio despreocupada, escondía más información de lo que a simple vista parecía, pero, como yo me había convertido en una experta en su lenguaje entre líneas, asentí con la cabeza.
—Vamos.
—¿Ahora?
—Están allí ahora, ¿no? ¿Para qué íbamos a ir luego?
—Estás loca.
—Y tú.
—Ya, lo sé, por eso nos queremos tanto.
Volví a afirmar con la cabeza, corroborando con ello una información tan cierta como que necesitábamos el aire para respirar.
Dejamos atrás el cartel de Los Arenales, urbanización donde vivíamos los dos, y continuamos nuestro camino bajo el sol abrasador de mediados de junio. Pese a todo, nada disminuyó sus ganas de llegar, se le notaba a leguas que mi visita le había servido como excusa para ir, aunque a mí no me apetecía tanto estar allí, sin embargo, la alternativa que tenía en casa se me antojaba impensable.
No había querido unirme al plan porque en clase estuve presente cuando Jesús le explicaba a algunos de los del grupo que las de tercero de la ESO, entre las que se encontraba su hermana, irían allí a tomar el sol. ¿Qué interés le podían encontrar a espiarlas? Por el amor de Dios, algunas veces los chicos parecían de otro planeta, porque a mí la idea no me atraía en absoluto.
Al llegar al lugar tuvimos que hacer tiempo, pues la entrada por la que se accedía estaba aún anegada. Mis padres me tenían prohibido ir hasta allí sola desde hacía un par de veranos, cuando una chica casi se ahoga al intentar cruzar la gruta de entrada. Sinceramente, había que ser un poquito torpe para intentar traspasarla con la marea alta. Tooodo el mundo de Costa Serena lo sabía, aunque lo mismo la chica no era del pueblo, claro. Pero yo sí que lo era, y no pensaba ahogarme un mes después de cumplir los doce años. Me negaba a morir antes de ser una adulta de secundaria.
—¿Lista? —me preguntó Mat con las chanclas en la mano cuando el nivel del agua bajó lo suficiente como para permitir el paso a pie hacia el otro lado.
—Vamos —le animé al apreciar su nerviosismo.
Al llegar no tardamos demasiado en visualizar al ruidoso grupo. La cala tenía forma de media luna y su extensión no era muy grande, así que era complicado esconderse.
Caminamos hacia ellos sintiendo la arena fina escurrirse entre los dedos de nuestros pies.
—Hola, parejita —nos saludó Jesús.
—Hola —contesté sonriendo, a la vez que dejaba mis zapatos en la arena y me sentaba en el hueco libre entre Adriel y Carlos. Mat se quitó la camiseta y, después de contestar un escueto «hola», se fue directo al agua, donde se bañaban Fran y Sergio—. ¿Qué hacéis?
—Aburrirnos por culpa de este idiota —explicó Jesús empujando a Carlos con el hombro—. Nos ha espantado a las tías.
Sonreí mientras ellos reían.
—Tenían unas tetas… —alabó el aludido cuando se recompuso.
—Carlos, por lo que más quieras, no hables así de ellas. Las chicas no somos un trozo de carne —le reprendí por enésima vez en los últimos días, al parecer, el verano les estaba afectando más de lo habitual.
—Llevas razón —admitió—. También tenían buen culo.
Jesús, Adriel y Carlos se echaron a reír mientras yo negaba con la cabeza. Lo malo de llevarme mejor con la parte masculina de la clase era, claramente, estar en inferioridad de condiciones, aunque Mat solía unirse a mi causa.
—Sois unos brutos.
—Venga ya, Ali, no te pongas celosa. Cuando a ti te salgan también te diremos cosas así de bonitas.
—Mejor no, gracias. Prefiero que ni me las miréis.
—Por ahora no hay mucho que ver —me pinchó Jesús, que recibió el codazo de Adriel y un golpe de la camiseta de Mat, que acababa de llegar hasta nuestra posición.
—No te metas con mi chica —le dijo mi amigo, acercándose a mí.
Con las manos se alborotó el pelo, haciendo que minúsculas gotas de agua se dispersasen a su alrededor, mojándome en el proceso.
Pegué un gritito por el contraste entre mi temperatura corporal y el líquido, y me lamenté por no haberme llevado ropa de baño, aunque seguramente, de haberlo hecho, no me habría metido en el agua delante de ellos.
Mat se dejó caer a mi lado y pasó su brazo por mis hombros.
—¿Ya os dais besos y todas esas cosas? —nos preguntó Fran, ajeno a la mirada que le dedicó mi amigo, cargada de intenciones.
—Por supuesto que no. —Mi contestación rotunda y vehemente atrajo la atención de todos—. Mat y yo no somos novios —aclaré.
—Claaaro, y yo no soy pelirrojo —bromeó Carlos.
—¡Zanahorio!
—Capullo.
—Imbécil.
Comenzaron a insultarse los unos a los otros como siempre hacían, y levanté la voz para hacerme oír.
—Yo ya tengo planeado mi primer beso. —Atraje la atención de todos de inmediato—. Y será muy especial. Mat me miró y me guiñó uno de sus estrechos ojos color aceituna, dando alas a los planes que él ya conocía al dedillo de tantas veces como lo había escuchado de mis labios.
»Será aquí mismo, al atardecer, cuando se pueda ver a los amantes en el horizonte. —Señalé al punto donde empezaban a vislumbrarse las conocidas rocas por las que la cala recibía el nombre, las cuales se unían en un beso efímero, justo cuando la marea estaba en su pico más bajo—. Entonces, y solo entonces —recalqué—, fundiré mis labios con el chico más especial del mundo, que será el que me robe el corazón.
—Qué cursi…
—¿Quieres ir practicando conmigo? —bromeó otro.
—Es un plan perfecto —murmuré soñadora.
Me abstraje de sus voces y burlas infantiles, llevando mis ojos hacia el horizonte y dejando volar mi mente entre las olas hasta una realidad paralela, en la que ese chico sin rostro, que me daba el mejor primer beso de la historia de la humanidad, se convertía en algo tangible y real.
Lo que en ese momento no me podía imaginar era que el dueño de los labios que me besarían por primera vez había escuchado mi apasionado discurso y un leve rubor casi inapreciable había teñido sus mejillas mientras me observaba en un silencio que gritaba demasiadas cosas.
CAPÍTULO 1
OTOÑO
Tú y yo comenzamos nuestra relación aquí.
¿Sientes los mismos nervios que yo?
Actualidad
Jueves, 1 de octubre
Todas las buenas historias dan comienzo en otoño, y esto no es algo que suelte a la ligera, así porque sí. Tengo datos que lo avalan.
Por enumerar algunos: un otoño no demasiado lejano se había inventado el microondas, ese pequeño aparato tan necesario y valioso en nuestro día a día; también nacieron personas tan importantes como el creador del kétchup y el de la margarina, y además se festejaba el día del café, uno de mis mayores vicios.
Y sí, mi época favorita del año siempre había sido esa, quizá por el punto trágico que tenía el desnudar de los árboles, que, aunque veían caer todas sus hojas, ellos seguían en pie, esperando la llegada de cosas mejores.
Cuando el mundo debatía su preferencia entre el frío y el calor, yo concluía que era mucho mejor un término medio; días en los que solo apetecía tumbarse en el sofá y cubrirse con una manta mientras escuchabas el viento silbar en el exterior, así como otros en los que el sol apretaba y nos regalaba de nuevo su calor.
¿No era maravilloso poder tener ambas opciones y no estar obligados a elegir?
Sabía que no todo el mundo opinaba igual que yo; sin ir más lejos, mi hermana detestaba esa estación porque alegaba que nunca sabía cómo acertar con la ropa. No obstante, teníamos la suerte de vivir en la ciudad europea que más sol recibía al año, con una temperatura media superior a dieciocho grados y una estimación de horas de sol dignas de estudio; eso sí, admitía que a veces tenía un poco de envidia por esos otros lugares en los que llovía días y días seguidos.
En Costa Serena montábamos una fiesta si teníamos la suerte de que cayesen cuatro gotas.
Por cierto, mi nombre es Alicia y, aunque a veces lo hubiese querido, no vivía en el País de las Maravillas. De hecho y para más señas, ni siquiera lo hacía en una casa, y es que algunas cosas de mi vida no eran demasiado típicas, a decir verdad.
Podía poner algún ejemplo de esas pequeñas cosas que hacían de mi existencia algo diferente a la de un humano hembra común que aún no había alcanzado la treintena, como por ejemplo que me llevaba bien con todos y cada uno de mis exnovios. Bueno, con algunos hacía tiempo que no hablaba, pero no por haber acabado mal, sino por la distancia o los caminos que habían ido tomando nuestras vidas. De hecho, uno de ellos, Leo, que había sido mi última pareja y estuvimos juntos durante dos años, en ese entonces era mi mejor amigo, compañero de trabajo y paño de lágrimas a tiempo completo.
Otra de las cosas que consideraba importantes de mencionar era que lloraba. Lloraba mucho, quizá más que la media universal… Y, pese a que lo había intentado, no había conseguido rebajar la intensidad con la que vivía las cosas; la vida era así…, no la había inventado yo.
Como ese otro pequeño detalle respecto al espacio que ocupaba en el cosmos, demasiado amplio según el criterio de algunas personas intolerantes y un poco exigentes con todo lo que les rodeaba. Estaba al tanto de que mi talla era un tema controvertido, lo sabía de primera mano, pero ¿qué importancia podía tener mi cuerpo a ojos de otras personas a las que no les incumbía si pesaba diez kilos más o menos? ¿Desde cuándo el cuerpo de alguien era un tema de debate para el resto del mundo?
Tristemente así era, y yo simplemente era una chica grande, de constitución robusta, sana, con lo que consideraba unas curvas bonitas y mucha autoestima forjada a base de lágrimas. No había querido convencer a nadie de que a los gordos había que querernos igual o mejor, porque nunca me había gustado forzar a la gente a hacer nada, pero me parecía triste… Tan solo quería que quien me quisiera lo hiciese bien y por voluntad propia.
Y bueno, dejando ese tema aparte, mi trabajo era otra de las cosas especiales en mi vida, porque, aunque pagaba religiosamente el —desmedido y poco rentable— impuesto de autónomos, mi principal fuente de ingresos era mi canal de repostería.
También era el culpable de que mi profesión me apasionase tras varias experiencias decepcionantes.
Estudié Gastronomía y Artes Culinarias y, tras algunos intentos laborales poco satisfactorios y muy decepcionantes, decidí que, a pesar de que me entusiasmaba la cocina, no quería pasarme toda mi vida metida entre los fogones de un restaurante. Ese no era mi sitio.
Leo fue el que me animó a abrirme un canal en YouTube, cuando comenzamos a salir y veía lo mal que lo pasaba y lo poco satisfecha que estaba con mi profesión. Él me convenció con la idea de poder expandir, desde casa, mi pasión por todo el mundo; su idea me atrajo desde el principio, me embarqué en ella con su ayuda, y poco a poco el canal se fue convirtiendo en una gran familia que tenía una cosa en común: la comida.
Todo el mundo comía; altos, bajos, delgados, orientales, caucásicos, mujeres, niños, bomberos… Era algo que necesitábamos para sobrevivir, así que yo intentaba hacer, de nuestra necesidad, un placer.
Para mí era inconcebible imaginar que no a todo el mundo le gustase comer, por lo que regalaba dosis de pasión y hacía partícipes a mi recién estrenado millón de seguidores de muchas de las cosas que ocurrían en mi canal: Misschelines.
Y, si todo esto no había sido suficiente para justificar que mi vida era un poco diferente a lo estipulado como «normal», estaba el dato de que, desde siempre, me había llevado mejor con el sector masculino de la población que con el femenino. También el hecho de que tenía siete sobrinos y no descartaba que cayese alguno más, todos dignos hijos de mi hermana y su marido. ¡Ah! Y, como colofón, vivía en su garaje.
Sí, sí. No me había equivocado: garaje.
Una vez dentro no te dabas ni cuenta de que esas cuatro paredes —literalmente cuatro— fueron concebidas en su momento para guardar vehículos y no para servir de morada de una preciosa y talentosa soltera, pero a las cosas había que llamarlas por su nombre.
—¿Qué te pasa, tata? —me preguntó mi sobrina mayor, Alana, trotando a mi lado.
—Nada, ¿por?
—Estás muy callada, ¿verdad, papá?
Mi cuñado asintió, y yo me encogí de hombros, sin perder el ritmo de zancada.
—¿Es tan raro que me limite a pensar y no hable?
—Sí.
—Sí.
Sus respuestas casi simultáneas me hicieron resoplar.
—Maravilloso.
—Enana, si fueses muda, reventarías, admítelo —me dijo Fede divertido.
Yo me limité a sacarles la lengua y a apretar el paso, dejándolos algo más rezagados. La soledad me duró poco, en un par de segundos los tenía de nuevo franqueando mis costados.
Mientras ellos hablaban sobre uno de los profesores del colegio, yo observaba cómo las vecinas se tronchaban el cuello un día más al vernos pasar, esperando la cita como si del mismísimo macizo del anuncio de Coca-Cola se tratase.
El fisioterapeuta de Costa Serena nos tendría que dar una comisión por todas las cervicales que trataba gracias a nuestras salidas semanales y no me extrañaba en absoluto, mi cuñado levantaba pasiones en el barrio y no era para menos, estaba para darse un atracón a manos llenas y luego rechupetearse los dedos con alevosía y desenfreno; de algo tenía que servir dedicarse laboralmente al culto del cuerpo, aparte de para la poca apetecible tarea de oler sudor ajeno.
Su hija adolescente también se dio cuenta de que éramos el foco de atención de la calle una vez más y puso los ojos en blanco. El gesto no pasó desapercibido para él, que me miró y me guiñó un ojo, cómplice. Ambos sabíamos lo que ocurriría al volver a casa y no nos equivocábamos.
Cuando regresamos, como siempre, ella se quejó a su madre mientras una jauría de niños reclamaba también parte de la atención materna, algo a lo que mi hermana mayor ya estaba más que acostumbrada.
Era digna de una mención honorífica real por aguantar aquello cada día, cada hora y cada segundo.
Entonces, Fede se acercó a su espalda, la abrazó y besó su cuello, en un gesto que, aunque se repetía cada vez que salíamos a correr, la cotidianeidad no le robaba ni un ápice de ternura ni hacía que se terminase convirtiendo en algo mecánico.
Estrella se quejó porque se había pegado a ella todo sudado —aunque en el fondo adoraba ese momento— y los mandó a darse una ducha sin perder la sonrisa de su cara.
Yo, apoyada en la barra de la cocina, contemplaba la estampa sintiéndome la persona más afortunada del mundo por tenerlos a mi lado, con sus ruidos, sus llantos, sus pañales sucios y su amor rebosante en cada esquina de esa casa, y una vez más no pude evitar preguntarme si alguna vez tendría lo mismo que ellos, sin tantos niños en la ecuación, claro, no estaba tan loca.
—Tú también deberías darte un agua, hueles regular.
Lo soltó como quien no quiere la cosa, pasando por mi lado tras haber despedido a los niños, que subieron las escaleras tras su padre con el mismo ímpetu que el batallón en el desembarco de Normandía. El único que nos acompañaba aún era Guille, el regordete de ocho meses que jugaba en el parque infantil instalado entre el salón y la cocina.
Instintiva y levemente llevé la cara hacia mi axila, buscando un rastro de mal olor y, antes de que pudiese rebatir su queja y explicarle que pretendía pasar un momento juntas, el sonido de la puerta de entrada al cerrarse captó mi atención.
Gracias al concepto abierto de la planta baja vi cómo Leo entraba, seguido de nuestra adorable y parlanchina Juani, la señora que desde hacía varios años venía a ayudar con las labores de la casa.
—Hola —les dije y lo miré a él mientras se acercaban hasta nosotras—. Llegas pronto.
—Llego puntual.
Comprobé el reloj que reposaba en una de las paredes del salón y me di cuenta de que se me había hecho tarde, otra vez.
Mierda.
Él me observó resignado y saludó a mi hermana, que desvió un momento la vista de los fogones para devolverle el saludo. Juani me sonrió con complicidad y me señaló con la cabeza a Leo. Estaba empeñada en que éramos almas gemelas y solo era cuestión de tiempo que volviésemos a estar juntos.
Juani era una romántica empedernida la mayor parte del tiempo y también, la persona que más sabía de todos en el pueblo. Algunos la tachaban de cotilla, pero yo prefería decir que era la Wikipedia de Costa Serena.
—Me doy una ducha rápida y empezamos —le prometí.
—Espero que te queden aún de esos palitos de pan con sabor a pizza del otro día.
—Mejor —le contesté sonriente a la vez que abría la puerta que conectaba con mis dominios—. Hice ayer bombones de calabaza con chocolate.
—No suena muy apetecible.
Contrajo el gesto haciendo que sus pecas se moviesen por su cara como si tuvieran vida propia. Le di un beso en la mejilla cuando le cedí el paso y, sacando la cabeza, me despedí de mi hermana y Juani, las cuales no me prestaron demasiada atención mientras trajinaban juntas.
Al llegar a mi pequeño apartamento sonreí. A Leo le había faltado tiempo para asaltar la despensa de mi pequeña cocina y hacerse con varias cosas que reposaban en la encimera.
—No te lo comas todo, tenemos que grabar y necesito ingredientes.
—No haber llegado tarde —rebatió puntilloso.
—He salido a correr, ya lo sabes.
—Correr es de cobardes.
—Eso es lo que dicen los vagos —le piqué.
—Eso es lo que dice alguien listo que prefiere quedarse sentado a sudar mientras va a ninguna parte.
Me reí y negué con la cabeza.
—Sí que vamos a alguna parte, además, ¿qué me vas a contar tú? ¿Te recuerdo que mi cuñado fue tu entrenador personal?
—Eso fue hace mucho, ya no me hace falta. —Olisqueó un trozo de queso de la nevera y volvió a depositarlo en el estante.
—Tienes suerte de comerte un kilo de helado y afectarte lo mismo que medio pomelo —me quejé—, así que mejor te callas.
—Metabolismo ideal se llama… Tú espera a dar el estirón, que ya verás.
—Eres tonto.
Él me sonrió burlón, dándole un bocado a uno de los bombones.
—Están buenos —admitió, y yo sonreí triunfal unos segundos—. ¿Te vas a quedar ahí parada mirando cómo me como tu comida o te vas a duchar? Te recuerdo que tenemos que trabajar.
—¿Sabes? A veces odio que seas tan puntual.
—Ali, cariño, los que tendríamos que odiar tu impuntualidad somos el resto de los mortales. Ahora, a la ducha. —Me señaló con la mano el único habitáculo con puerta del apartamento.
Asentí a la vez que me hice con ropa limpia y me apresuré a entrar en el baño.
Entorné la puerta lo justo para tener intimidad, pero poder escuchar a Leo.
—Me ha escrito Mat —mencioné al poco, enjabonándome el pelo.
El silencio al otro lado de la mampara me hizo pensar que no se había enterado, pero unos segundos después la puerta se abrió y la figura borrosa de Leo inundó el espacio.
—¿Mat?
—Estaría bien ducharse sola, ¿sabes? —solté sarcástica.
—¿Te refieres a Mat, tu amigo que vive en Madrid?
Puse los ojos en blanco y escupí el agua que había caído en mi boca.
—¿Es que acaso conocemos a otro Mat? —No lo dejé responder y continué—: Me ha dicho que va a haber una reunión de antiguos alumnos en el colegio.
—Uf. —Resopló—. Qué divertido.
—Han creado un grupo para que retomemos el contacto con los que se fueron del pueblo y que así sea menos frío e impersonal.
Escurrí mi pelo y agarré la toalla colgada sobre la mampara.
—Y no te apetece ni un poquito.
Me quedé pensativa.
—La verdad es que no estoy segura. Por un lado tengo ganas de ver a los que se marcharon, pero por otro…, no sé.
Abrí la pantalla de la ducha y lo observé. Él masticaba profusamente a la vez que me devolvía la mirada. Su pelo largo y naranja destacaba en contraste con los azulejos blancos de la pared en la que estaba apoyado.
—Yo no iría. En mis tiempos no se estilaba lo de las reuniones después de acabar los estudios.
Me reí por su expresión a la vez que me enrollaba la toalla del pelo a modo de turbante.
—En tus tiempos… ¿Cuáles son esos? ¿En los que jugabas con los dinosaurios?
—Qué graciosa.
—Admítelo, en vez de perro tenías de mascota a un velociraptor.
Él me miró divertido y me lanzó un trozo de bombón antes de salir del baño.
Yo me reí a la vez que esquivaba el proyectil.
—Vístete, tenemos que grabar y no pienso quedarme hasta tarde, esta noche tengo una cita con Daenerys, la legítima soberana de los Siete Reinos, y no pienso dejarla plantada por ti.
—Lástima que ella no sepa ni que existes —le grité entretenida a la vez que me comenzaba a poner la ropa—. Además, ¿quién te va a aguantar a ti que no sea yo, la legítima reina de mi garaje?
Su carcajada rebotó entre las paredes del baño, y me apresuré a vestirme y adecentar mi pelo.