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CAPÍTULO 1

Meter la llave en esa cerradura me provocó algo inesperado. Cuando el sonido de los pernos girando inundó aquel espacio diáfano, una contracción se apoderó de mi estómago y no supe identificar el motivo.

Di por hecho que era el resultado de los dos refrescos que me había tomado en las escasas tres horas de viaje, que estaban queriendo salir de alguna manera de mi organismo, y aquello no era más que la antesala de un eructo de las proporciones de la catedral de San Nicolás, por eso de poner un ejemplo acorde a la nueva ciudad que iba a acogerme durante un tiempo indeterminado.

Sin embargo, lo que mi cuerpo intentaba hacerme entender era que aquel instante suponía algo trascendental, importante y significativo.

Era «el momento».

Ese segundo en el que la vida te tiene preparado un giro de la leche, y tú, ajeno a todos sus maquiavélicos planes, das por hecho que son gases y contraes el diafragma esperando a que salgan y su cacofonía te acompañe en tu entrada triunfal.

Si fuese un tío algo más observador quizá me habría dado cuenta de las señales, pues desde que abandoné Costa Serena no habían dejado de sucederse, pero no era así y allí estaba, con mi existencia metida en dos maletas, un cansancio de la hostia y la decisión de estrenar aquel capítulo de mi vida en una nueva ciudad, un nuevo trabajo y una nueva realidad.

Parecía sencillo, no era la primera vez que empezaba de cero y las condiciones que me expuso el tipo que me entrevistó unas semanas atrás no podían ser mejores, aun así, el Leo del futuro se descojonaría en mi cara observándome mientras deshacía las maletas y daba por hecho que aquello me resultaría pan comido.

Me pondría una mano en el hombro y, mirándome condescendiente, me advertiría que me agarrase a lo primero que tuviese a mano, porque el camino que iba a recorrer iba a ser empinado y con unas curvas de vértigo.Curvas espectaculares, como solo el cuerpo de una mujer puede ser, y calientes, como mi mente en su estado natural, pero acojonantes, al fin y al cabo.

Y debí haberlo deducido el lunes siguiente cuando una mano pequeña, pero firme, se enredó en la mía y la apretó en un saludo formal, a la vez que me clavaba una mirada con los ojos más jodidamente preciosos que había visto en mi vida; una mirada que fue directa a mi entrepierna haciendo que esta practicase el saludo militar.

Pero no, no lo hice. No me di cuenta de nada de lo que estaba por venir, y la única explicación que era capaz de dar para ello era que rozaba el gilipollismo más profundo y a veces —muchas veces— pensaba con el cerebro equivocado.

Tenía a la maldita tentación hecha carne a tan solo tres palmos de distancia. Durante aquellos días no paré de congraciarme con mi antepasado primigenio: Adán, porque, si aquello que yo estaba padeciendo se asemejaba en algo a lo que él sintió con Eva y la dichosa manzana, no podía más que asentir, prestarle mi hombro y acogerlo entre mis brazos para darle mi más sincero apoyo.

Mi nueva jefa era espectacular. No encontraba palabra que la describiese mejor que aquella. Parecía un ser fantástico sacado a la fuerza de un cuento, a la que habían rociado con una garrafa llenita de algún conjuro para darle una cantidad apabullante de seguridad en sí misma y poseedora de un cuerpo delineado en exclusiva para volverme loco.

Todo en ella me reclamaba porque parecía haber sido creada por el mejor de los artistas, empeñado en darle vida a un ser único y atractivo, con cada rasgo y detalle moldeándose en un equilibrio perfecto.

Leire era una obra de arte en sí misma, y admitir eso cuando mi nuevo trabajo consistía en pasarme el día rodeado de ellas en un museo era un halago en toda regla.

Si tuviera que analizarla como tal, diría que la simetría y armonía de sus rasgos ensamblaba con maestría sus líneas y formas. La intensidad de su mirada, con unos ojos del color del chocolate fundido, relucía como dos diamantes sometidos al más riguroso proceso de pulido. La profundidad de sus facciones contrastaba con la delicada definición y elegancia de su nariz, y la expresividad de sus labios, con aquel aspecto suave, voluptuoso y algo misterioso, le daba el punto justo de sensualidad.

Vamos, que Leire era la puta hostia y estaba buenísima. Punto.

Y no solo me cautivó su físico. Aquella mujer irradiaba elegancia por cada célula de su cuerpo, el aura que la envolvía la hacía sensualmente enigmática, las escasas sonrisas que me había brindado tenían la mezcla perfecta de dulzura, carácter y misterio, capaz de hacer que no saliese de mi cabeza en ningún momentoy, por supuesto, aquella fascinación que comencé a sentir fue creciendo conforme transcurrieronlos días.

Me volví adicto a esas horas que pasábamos encerrados en su despacho, en las que ella movía los labios, empeñada en hacerme entender el funcionamiento del lugar y de mi nuevo puesto, y mentiría si dijera que presté atención a todo lo que me explicó.

Mi mente calenturienta no paraba de imaginarnos juntos y recrear cómo aquella boca hecha para el pecado gritaba de placer mientras me hundía en su cuerpo era algo que me asaltaba con fuerza cada puñetero día.

Aquello era una tortura en toda regla. Debía de haber sido un ser horrible en mi anterior vida para merecer semejante tormento.

Y sí, admito que en esas dos semanas batí un récord personal, uno que no había sido nada desdeñable cuando de adolescente me metía en el baño y ponía a trabajar los músculos de mi brazo derecho.

La ciencia podía confirmar conmigo que descendíamos de los primates, porque en aquel momento era lo más parecido a un mono en su recién estrenada madurez sexual. Por eso mismo, cuando aquel primer viernes de noviembre Leire me hizo la propuesta de mi vida, ni lo dudé.

—Se nos ha hecho tarde —comentó ella al empezar a recoger sus pertenencias de la mesa y apagar el ordenador. Yo me estiré en la silla e hice crujir mi cuello moviéndolo de un lado para el otro—. ¿Tienes planes para cenar esta noche?

Mis orejas se pusieron en guardia al registrar lo que me acababa de preguntar y la miré mientras me ponía en pie.

—Si ver Juego de Tronos y pedir comida a domicilio se puede considerar un plan, entonces sí. ¿Por qué? ¿Te quieres unir?

Leire me miró con una de sus delineadas cejas elevada en una curva imposible. Sentí sus ojos recorrer mi cuerpo e incendiar todo a su paso.

—¿Has ido alguna vez a Templo?—Negué con la cabeza sabiendo que se refería al sitio del que todos mis compañeros hablaban—. Pues vamos.

—No hace falta que te molestes, Leire. Imagino que tendrás mejores cosas que hacer un viernes por la noche que comer con un pelirrojo forastero.

Conforme hablábamos nos habíamos ido moviendo por el despacho, por lo que en aquel momento nos encontrábamos en la puerta, dispuestos a salir.

Ella se volvió hacia mí, elevó su cara y conectó con mis ojos. Los suyos tenían un claro objetivo: derretirme.

—Seguro que sabes compensarme después, por ejemplo, en tu cama.

En aquel momento creí que estaba alucinando, algo así no podía estar pasándome a mí. Yo jamás —repito: jamás— había tenido aquella puñetera suerte.

Reconozco que me achanté un poco, nunca me había topado con una mujer como Leire. Su seguridad y arrojo a la hora de hablar y actuar a veces me desarmaba y me dejaba con cara de subnormal.

Bueno, y puede que tambiéntuviese algo que ver el apretón que le dio a mi polla por encima de los pantalones, apoyando sus palabras, por si estas no fueron lo suficienteesclarecedoras.

Después de aquello, me pasé las siguientes horas empalmado como un gilipollas, tanto que tuve que encargarme de la situación antes de que mis huevos estallasen como un par de globos estirados por la presión de un exceso de aire.

Sin embargo, aquella efímera calma no me sirvió de nada, pues, cuando la esperaba en la puerta de su piso, mi soldado seguía en pie de guerra y dispuesto a librar la más ardua de las batallas como el más entrenado miembro del batallón.

Con lo que no contaba era con que Leire se había propuesto desarmarme a golpe de sorpresas.

Los cuarentaitrés minutos sentados en una de las esquinas del interior de aquel espacio elegante y sofisticado se evaporaron de mi cerebro cuando su pequeña mano reptó por el lateral de mi muslo con un claro objetivo.

De mi mente se esfumó la sensación de calidez del ambiente, lo acogedor del lugar, la iluminación suave que destacaba los detalles arquitectónicos, como los techos altos y las columnas de piedra, así como dejé de prestar atención a la atmósfera relajada y tranquila que parecía flotar a nuestro alrededor.

Todo eso me dio igual, porque, cuando sus dedos se afanaron en abrirme la cremallera y mi guerrero saltó más que dispuesto al sentirse libre de mi ropa interior, solo pude dedicar media neurona a estar pendiente de no ponerme a gruñir como un animal en celo que olisquea a su hembra y hacer la mejor actuación de mi vida, disimulando para no alertar al personal del restaurante sobre lo que allí ocurría.

—¿Quieres postre? —me preguntó como si aquello no fuese con ella, como si no hubiésemos estado comiéndonos con la mirada y como si su mano no estuviese ordeñándome como la más experta vaquera.

—Leire…

—¿Ya no soy «jefa»? —cuestionó con un deje de burla acompañándolo de un giro de la muñeca—. Admito que me gusta que me llames así.

—Por Dios…

Tuve que cerrar los ojos y apoyar la boca sobre mi puño, intentando serenarme. Si seguía entregándose a la causa con aquel ahínco iba a hacerle un bonito estampado a la parte inferior de aquella mesa, y dudaba que al personal de aquel sitio le agradase la idea.

—¿Quieres postre? —repitió la muy malvada sin cambiar el rictus frío y maquiavélico de sus labios.

Giré la cabeza y la observé. Sus ojos me escrutaban brillantes y entrecerrados, sin embargo, supe que no era indiferente a lo que allí ocurría. Se mordió el labio inferior y la visión de su lengua recorriéndolo acto seguido fue más de lo que pude soportar.

Llevé mi mano hasta mi polla, donde ella se entretenía subiendo y bajando la suya alrededor de mi carne, y la detuve justo a tiempo de no acabar haciendo el ridículo.

—Soy de comerme el postre en la cama.

Leire compuso un gesto satisfecho y me dedicó una última caricia antes de soltar su agarre y darle un trago a su copa.

—Espero que no la cagues, Leonardo. No he hecho algo así nunca y no quiero arrepentirme.

Yo fruncí el ceño.

—¿Cómo?

—Jamás mezclo trabajo con placer —aclaró mirándome impasible.

Una sonrisa de suficiencia curvó mis labios y una sensación de orgullo primitivo y algo animal ensanchó mi pecho.

—Vaya, me siento halagado, jefa.

—Pues no lo hagas —me cortó—. No hasta que me demuestres si de verdad ha merecido la pena arriesgarme contigo.

Solté una risotada cargada de seguridad en mí mismo.

—Lo haré, puedes estar segura.

Y me dejé la piel en complacerla. Literalmente.

Me maravillé al ver cómo disfrutaba, receptiva y sin complejos. Le di las gracias a todos los dioses conocidos por haberla puesto en mi camino cuando, en el tercer asalto, se subió a mis caderas y me cabalgó como si una manada de lobos corriese detrás de ella y le fuese la vida en aquello. Y me acordé de todos y cada uno de sus antepasados cuando al día siguiente tuve que embadurnarme mi doloridopene en cremita y concederle la baja laboral durante unas cuantas horas.

Fui el motivo de risas de mi mejor amiga, Alicia, cuando hablamos ese día y, aun con todo eso, sentía que en el fondo había merecido la pena, pues, si me guiaba por el mensaje que me envió Leire, había cumplido sus expectativas.

—Bien hecho, chico —le dije a mi soldado convaleciente.

Respiré hondo cuando lo sentí tensarse y unos pinchazos de dolor me encogieron en el sofá. Necesitaba calmarme, pero mi cerebro iba por libre y no dejaba de traer a mi memoria cada maldito gesto y gemido de mi nueva debilidad con cuerpo de diosa.

Aquella fue mi bienvenida a Alicante, una bienvenida de la leche, aunque lo que no sabía era la forma en la que se iba a reír de mí la mujer que manejaba los hilos de toda aquella locura que era mi vida, porque no me cabía duda de que esos giros del destino solo podían ser obra de una fémina con una mente maquiavélica.

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