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CAPÍTULO 1

ADIÓS

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Tú a Barcelona, y yo a Costa Serena

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13 días antes del desastre.

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Apreté las manos en el volante y eché un vistazo a mi derecha. Emma había vuelto a cambiar de postura en el asiento del copiloto y, en silencio, observaba a través de la ventanilla. Sabía que estaba nerviosa, yo también lo estaba por la misma razón, aunque nuestras motivaciones eran muy diferentes.

Me detuve a un lado del área de bajada de pasajeros y no paré el motor. Ella se giró hacia mí y me observó entre asustada e implorante.

—Recuerda, cuando te subas a ese avión dejarás de ser Emma —le hablé procurando mantener un tono relajado, pero firme—. Olvídate de la compasión y la empatía, tan solo quédate con lo justo de ambas para cuando hables con él. Debes comportarte como yo, respirar como lo haría yo, reír cuando reiría yo, moverte como me muevo yo. En definitiva: deberás ser yo; excepto por lo de dejar que se meta entre tus piernas, claro.

Emma sonrió tratando de ocultar la inseguridad que sentía. Siempre había sido así, se escondía tras una máscara de serenidad, sin embargo, yo sabía que debajo de toda esa calma, en algún recóndito e inaccesible lugar, debía de haber algo más, solo que aún no había salido a la luz.

—Esto es una locura —repitió por enésima vez.

—No te dejes embaucar —le advertí—. Thiago es un zalamero y siempre consigue lo que quiere.

—No sé de qué me suena…

Me acerqué a ella y la besé en la mejilla.

—Eres la mejor.

—Sí, ya. —Agarró la mochila y pude verle la mano temblar—. Te llamaré cuando llegue.

Asentí y salió del coche. La observé colocarse la mochila en la espalda y bajé la ventanilla un segundo antes de que comenzara a andar.

—Em… —Se volvió y me observó con los ojos más abiertos de lo normal—. Te quiero.

Sonrió.

—Yo también, para mi desgracia.

Le saqué la lengua, ella comenzó a andar hacia el interior de la terminal y algo se retorció dentro de mí.

Desde pequeñas, Emma era el equilibrio, el punto tranquilo en medio de la tormenta, mientras que yo era el huracán más descontrolado. Su fragilidad sacaba mi lado protector, aun así, la verdad era que muchas veces la metía en mis líos y acabábamos las dos compartiendo castigo.

Siempre sentí que su bienestar dependía de mi capacidad para cuidarla y eso me empujaba a actuar sin pensar. Sin embargo, cuando cumplí dieciséis, juré que no volvería a hacerlo. En parte, porque ya empezaba a sentir cierto resentimiento hacia ella por lo que pasó con la asquerosa rata de Manu. La idílica historia del primer amor de Emma no había acabado como un cuento de hadas, donde el chico y la chica viven felices y comen perdices. No, fue una maldita pesadilla, y me la tragué yo solita durante semanas.

Aunque pude darle su merecido a aquel desgraciado, era incapaz de olvidar que todo comenzó porque ella no quiso ver más allá del espejismo y no supo imponerse. Y, como nunca me he caracterizado por mi reflexión y raciocinio, mientras me ocultaba tras mi endurecida máscara se me presentó la oportunidad de usarla como escudo humano con Thiago y no la desaproveché.

El sonido del claxon de un vehículo detrás de mí me hizo bajar a la tierra y observé por el espejo retrovisor con el ceño fruncido. Un señor con una oscura barba poblada hacía aspavientos en mi dirección, y yo me limité a sacar la mano por la ventanilla y dedicarle un bonito y bien alzado dedo corazón justo antes de avanzar.

—Capullo impaciente —chillé soltando adrenalina.

Al incorporarme a la carretera, aceleré a fondo con la intención de desprenderme de parte de lo que bullía en mí mientras sorteaba con impaciencia a los vehículos más lentos. Siempre había encontrado algo liberador en ser una rebelde sin causa, aunque en aquella ocasión no solo era por lo de aquel tipo impaciente e irritado del aeropuerto, sino por el combo de ansia y culpabilidad que sentía por lo que le había pedido a Emma. Cada kilómetro que me separaba de ella parecía despertar mi conciencia y hacerme dudar de algo que había tenido tan claro.

Es irónico, casi patético, cómo la vida da vueltas y vueltas, obligándonos a enfrentar las partes más oscuras de nosotros mismos. La petición a mi hermana no solo había sido cuestión de egoísmo puro y desmedido, en realidad también era una prueba más de lo rota que estaba y del miedo que aún vivía dentro de mí; emoción que, pese a esforzarme por mandar a la mierda, siempre encontraba la manera de salir a flote.

Y Thiago, con su insistencia y cualidades, me había puesto en alerta. Quería más de la relación de lo que yo estaba dispuesta a ofrecer, que no era más que mi cuerpo. Mis intentos de cortar con él habían sido un fracaso porque no me había mostrado lo suficientemente contundente ni creíble y, aunque sabía lo que necesitaba para romper de manera definitiva, mostrarme vulnerable ante Thiago significaba abrir una puerta que prefería mantener cerrada.

Porque la idea de cruzar al otro lado de mi adorado muro, ese que me permitía mantener las cosas bajo control, era impensable.

¿Cuál era mi suerte? Que tenía una gemela y sabía cómo usarla.

Enviar a Emma en mi lugar no solo evitaba el mal trago de enfrentarme a él, sino que me permitía mantener el control desde la distancia. Emma, con su diplomacia y sensibilidad, era la solución perfecta para lidiar con aquel lío emocional sin tener que sumergirme en él. Sabía que pedirle aquello podía parecer insensible, aun así, también era una manera de saldar una deuda: una que ella no conocía, pero que a mí me pesaba como una losa.

En mi mente, aquella forma de compensar el daño del pasado tenía sentido. Además, no estaba enviándola al matadero. A pesar de que Thiago era intenso e inmaduro, no era Manu, por lo que no corría ningún peligro real, salvo quizá el riesgo de toparse con las fotos de un buen rabo en su máximo esplendor.

Aparqué el coche en el camino de entrada a la casa de mis padres, paré el motor y agarré el teléfono de mi hermana. La pantalla se desbloqueó al reconocer mi rostro, idéntico al suyo, y abrí la aplicación de mensajería. Emma había enviado un mensaje hacía unos minutos diciendo que acababan de embarcar, así que le respondí con un escueto «Buen vuelo, Diana» y un emoji de un guiño, y me bajé del coche.

Mi hermana menor, Zahara, estaba en el patio delantero compitiendo con mi primo Aliel al baloncesto; ambos estaban concentrados, pero, al moverme, Zahara alzó la vista y me dirigió una mirada de aviso.

—Hay marejada —anunció e hizo un quiebro para que Aliel no le quitase el balón. Le sonrió con suficiencia y volvió a dirigirse a mí—. Yo que tú no entraba.

Puse los ojos en blanco y me limité a ignorar su advertencia; no obstante, al abrir la puerta, un coro de llantos y chillidos infantiles me llegó desde el salón y lamenté mi decisión.

Mi madre estaba de pie, con Kay, el hijo de cuatro años de mi hermana Alana, en brazos. Mi sobrino lloraba con fuerza mientras la abuela trataba de calmarlo acariciándole la espalda. Mi padre estaba arrodillado en el suelo, intentando domar a la fiera de mi sobrina Abril, que lucía un bonito manchurrón en la frente y chillaba con toda la capacidad de sus pequeños, pero potentes, pulmoncitos. Además, los gemelos de un año, Salva y Brunito, berreaban y gimoteaban desde el parque infantil, reclamando atención de algún adulto que tuviera a bien sacarlos de aquel lugar que odiaban.

Traté de dar un paso atrás, decidida a irme y dejar que el caos siguiera su curso, pero justo en ese momento mi padre se dio cuenta de mi presencia. Sus ojos se iluminaron con un brillo de esperanza y levantó una mano en un gesto de alivio.

—¡Hija! —exclamó, como si yo fuera la salvación a todos sus problemas y no uno de ellos—. Necesitamos un par de manos extra.

No pude evitar maldecir por lo bajo mientras me adentraba en la estancia.

—Qué pena no ser manca —murmuré.

—Te hemos oído —anunció mi madre por encima del llanto de Kay—. Brunito necesita un cambio de pañal.

Antes de que pudiera quejarme por la tarea, Abril corrió hacia mí con los brazos extendidos.

—¡Tata Di! —chilló con un alarido que casi me perfora los tímpanos—. ¡Kay malo!

Agarré a la niña cuando llegó hasta mí y la levanté.

—¿Qué le habrás hecho esta vez, mi pequeña sucesora? —Observé con una mueca de aprensión los restos de témpera que le surcaban la frente y actué por inercia al llevarla hasta la cocina y acercarnos al fregadero para limpiar el estropicio.

Podía imaginarme el panorama, pues los restos de pintura y los materiales sobre la mesa del salón me dejaron claro que el momento artístico se les había ido de las manos.

Después de un par de horas de caos, la casa finalmente se calmó. Abril se había dormido en el sofá junto a mi padre, que la había acunado hasta que sus ojos se cerraron. Los gemelos, exhaustos tras sus llantos y juegos, estaban gloriosamente rendidos en el carrito gemelar, y Kay, una vez más, se había quedado frito en el suelo frente a la tele.

—No hay duda de que nos hacemos viejos —dijo mi madre masajeándose las sienes—. No sé cómo lo hacíamos hace unos años.

Observé la escena cuando se dejó caer en el sofá con un suspiro agotado. Papá, con una sonrisa resignada y los ojos somnolientos, abrió el brazo libre en una invitación para que se cobijara en él. Y yo decidí que había tenido suficiente.

—Me voy a mi cuarto. El turno de tarde es vuestro —anuncié.

Mi padre soltó una risa suave.

—Ve a descansar, hija. Te lo has ganado.

Asentí y me escabullí escaleras arriba. Cuando entré en mi dormitorio, la cama mullida me llamó como el canto de una sirena y me desplomé sobre ella. Cerré los ojos un momento, pero, antes de poder acomodarme, el sonido del teléfono rompió el tan ansiado silencio.

Mi propio nombre apareció en la pantalla, y contesté inmediatamente, ansiosa por saber si todo estaba saliendo según lo previsto en Barcelona y mis planes no se habían torcido.

—Te mato, Diana —fue su saludo al descolgar.

Alcé las cejas con atención.

—¿De qué se me acusa esta vez?

—Acabo de besar a su hermano creyendo que era Thiago. —Dejó ir un suspiro y murmuró—. ¿Por qué no me dijiste que tenía un hermano?

—Porque no sé mucho sobre él —me excusé—. No solemos hablar demasiado. Mantenemos las bocas ocupadas en otras tareas más satisfactorias. —Solté una carcajada por su resoplido—. ¿Son gemelos?

—No, Jaime es mayor, pero se parecen mucho —aclaró—. Ha sido muy amable y me ha traído hasta la masía. Y ahora estoy encerrada en el baño de una casa enorme en medio de una montaña nevada y con la maleta en la habitación de tu novio a la espera de que se digne a venir.

—¿Es en serio?

Resopló.

—¡Que sí! Se supone que Thiago no tardará o al menos es lo que pone en su mensaje.

Captó todo mi interés e indagué un poco más. Sabía cómo solían ser los mensajes de Thiago y de qué iban acompañados el noventa y cinco coma nueve por ciento de las veces. Le encantaba la fotografía artística al muchacho. Capté la mentira en el tono de mi hermana cuando le pregunté directamente por si le había enviado alguna foto y reí con malicia al aconsejarle que no curioseara la conversación si no quería encontrarse con cosas que perturbarían su recatada mente.

—No sé cómo no te casas con él, sois tal para cual —gruñó en un susurro y continuó hablando, pero no la escuché, pues mi mente se quedó anclada en el final de la frase: «Sois tal para cual».

Sus palabras me hicieron sentir incómoda, pues reflejaban una verdad agridulce. Thiago y yo éramos algo así como el complemento disfuncional del otro. Yo nunca había querido ir más allá del juego físico; el chico tenía ciertos atributos muy reseñables y sabía utilizarlos bastante bien, aunque el juego parecía estar cambiando de su lado, y ese era parte del problema que me había llevado a enviar a Emma a terminar con aquello de una vez por todas.

Devolví la atención a mi gemela, que continuaba parloteando.

—… no me gustaría cortar con tu novio estando él delante. Ha sido muy amable y sería raro.

Forcé una carcajada.

—Sé de personas que aprovecharían la situación para montarse un trío con los dos. —Ella gruñó, y mi risa salió mucho más espontánea. Me encantaba escandalizarla, pero en aquella ocasión no lo hacía por eso, sino porque podía sentir sus nervios desde la otra punta del país y estaba tratando de distraerla. Sin embargo, cuando le pregunté por cómo besaba el chico, y ella, tras unos segundos de silencio, soltó un sonido parecido a un gemido, mis ojos se abrieron por la sorpresa—. ¿Em? ¿Acabas de gemir?

—Tengo que colgar —dijo con prisas—. Te aviso cuando esté hecho.

—No se te ocurra, Em… —Fui a replicar cuando el silencio al otro lado me dejó claro que había colgado.

¿Qué puñetas acababa de pasar?

Moví el brazo para ponerme el teléfono frente a la cara y justo en aquel momento, como si el cosmos quisiera evitar que me quedara mirando el techo de mi habitación sintiéndome como una idiota ansiosa y trastornada, el aviso de un mensaje entrante captó mi atención.

 

Rachel:

Salut, ça va?(1) Espero que tus planes familiares estén yendo bien.

Yo estoy muriendo entre cajas y muebles por montar. Si quieres

escaparte un rato, y apiadarte de una compañera en apuros, no

diré que no a un poco de ayuda. Tengo champán.

 

Observé la foto de perfil, donde un colorido pañuelo de seda volaba alto en un cielo despejado. Justo al lado aparecía el nombre con el que mi hermana la había grabado en su teléfono: Rachel Dubois (profesora de Francés).

No puedo decir qué me impulsó a responder. Quizá fuera el aburrimiento, la promesa de alcohol gratis o la simple necesidad de evitar el bullicio de mi mente. Yo era así, a veces sentía un deseo inexplicable de hacer algo ilógico y espontáneo, así que me senté en la cama, escribí mi respuesta en el traductor y copié el texto en su conversación.

 

Emma:

Miam… Vous avez dit champagne?(2)

 

El sonido de unos nudillos en mi puerta me sobresaltó.

—Vamos a pedir comida a domicilio. ¿Cuento contigo? —preguntó mi madre al otro lado de la madera.

Observé la pantalla del teléfono y vi que Rachel estaba escribiendo. La curiosidad me picó con fuerza; ¿cómo sería? Podría tratarse de cualquier tipo de persona, aunque yo me la imaginé como una mujer madura con pendientes de perla, pelo perfectamente peinado hacia atrás y un traje sobrio y elegante de dos piezas.

Sopesé mis opciones y sonreí cuando me dije a mí misma que no había nada de malo en hacer un pequeño acto de bondad de vez en cuando. Puede que ayudar a una compañera de mi hermana en apuros pudiera contar como mi buena acción del año, ¿no? Además, así escapaba de la locura familiar por un rato.

—No, mamá. Tengo planes…

Y con esas cuatro palabras firmé mi propia sentencia, como si hubiera vendido mi alma en un pacto insensato, pues me daría cuenta de que las decisiones más simples pueden conducirnos por senderos intransitables.

Adiós, hija pródiga. Hola, nueva hija del pecado y la oscuridad.

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Traducción (1): Hola, ¿cómo estás?

Traducción (2): Mmm… ¿Dijiste champán?

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CAPÍTULO 2

HOLA

 

Cierra la boca y abre los ojos

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13 días antes del desastre.

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Miré el teléfono para comprobar que estaba tomando el desvío correcto hacia la dirección que me había facilitado la señora francesa en apuros y, al observar cómo se acercaba el punto rojo que anunciaba mi destino, me planteé si no estaría metiéndome en otra de mis locuras. A ver, ayudar a alguien a mudarse no era nada del otro mundo, aunque tampoco era mi pasatiempo favorito; de hecho, me había escaqueado a base de bien en los traslados de mis hermanos mayores a sus respectivas casas. Pero, con el nudo que sentía en el estómago con lo que estaba ocurriendo a más de ochocientos kilómetros, necesitaba tener la mente en otra cosa, y aquel plan inesperado me había parecido tan bueno como cualquier otro.

Mejor que quedarme en casa, por supuesto.

Flipé mientras disminuía la velocidad y observaba las elegantes casas que flanqueaban la calle. Estaba en la parte más nueva de Costa Serena: la zona de los pijos, y las edificaciones, tan ordenadas, perfectas e idénticas, parecían sacadas de un programa de Netflix sobre viviendas de lujo.

Al llegar al número indicado, un bloque no demasiado alto de estilo moderno, con fachada blanca inmaculada y terrazas de cristal reluciente, aparqué y lo observé a través de la luna delantera.

—Qué nivel, Maribel… —dije tras silbar sorprendida.

Me bajé del coche, cerré la puerta sin demasiada delicadeza y sentí cómo una ráfaga de aire fresco me envolvía. Eché en falta mi chaqueta de cuero preferida, pero me consolé pensando que, seguramente, a Emma le estaría haciendo más falta en su viaje a Barcelona.

Avancé para refugiarme en el bloque de pisos y, cuando estuve frente a él, utilicé la cristalera de la entrada para acomodarme el pelo suelto hacia un lado y echar un rápido vistazo a mi reflejo. Confirmado, aquella camiseta negra ancha y descolgada sobre un hombro, con el eslogan estampado de una calavera rodeada de flores góticas, no pegaba ni con cola en aquel refinado lugar.

Sonreí con malicia y presioné el botón del interfono. Un zumbido metálico fue toda la respuesta que recibí y, con un leve empujón, estuve dentro.

La recepción era tan moderna y elegante como cabía esperar, y mis zapatillas crujieron sobre el suelo de mármol cuando me dirigí al ascensor. Una vez dentro, aproveché esos segundos de trayecto para limpiarme el exceso de lápiz negro del lagrimal.

Cuando me encontré frente a una puerta de madera clara con un pequeño timbre dorado me santigüé irónica antes de presionarlo y recé para que a aquella señora, de aspecto impecable y sofisticado que mi mente había recreado, no le diese un ictus al abrir o se empeñara en darme una lección sobre etiqueta con el extra de «cómo no entrar en una casa de bien con las zapatillas sucias».

La sonrisa se me congeló en la cara cuando la puerta se abrió y me encontré de frente con alguien completamente diferente a mi Rachel imaginaria.

Alguien que estaba como un puto queso.

—¡Hola! —exclamó con un ligero acento y voz suave. Me sonrió y una oleada de calor me recorrió el cuerpo cuando sus ojos, grandes, rasgados y de color verde oscuro, brillaron con una energía que me dejó sin palabras—. ¡Qué bien que tuvieras un hueco! Estoy desesperada…

Me quedé mirándola como una panoli, procesando el hecho de que aquella chica, que no debía de ser mucho mayor que yo, pequeñita y con un moño despeinado en lo alto de la cabeza, fuera la compañera de mi hermana.

Jo-der.

Su belleza exótica, y a la vez natural y delicada, junto con ese hoyuelo que se le marcaba al sonreír eran una combinación de lo más interesante.

«Hola, Rachel Dubois, profesora de Francés. ¿Me das unas cuantas clases particulares de lengua extranjera?», le respondió mi instinto depredador con ganas de salir a cazar.

Me costó unos segundos despertar del trance y recordar que debía responder, por lo que tragué saliva, intenté recuperar la compostura y recobrar el movimiento de los músculos faciales para componer una sonrisa, y dije:

—Aquí estoy.

Rachel hizo un gesto para que entrara y se dio la vuelta. No pude evitar desviar los ojos hacia la parte baja de su espalda, donde un pequeño y respingón culo se movía con gracia dentro de unos pantalones de deporte ajustados, mientras apartaba unas cuantas cajas de nuestro camino.

—Gracias por venir, de verdad —dijo sin mirarme—. No sabes lo mucho que te lo agradezco. Y perdona por el desorden, por favor, no me lo tengas en cuenta.

Aquel maldito acento francés… ¿Cómo podía conseguir que se me erizara la piel solo con su voz? Fruncí el ceño y me froté los brazos.

—No importa —respondí escueta, y ella se giró para observarme con una expresión curiosa.

—Emma, ¿estás bien?

Por absurdo que pudiera parecer, no fui consciente hasta ese mismo momento de que Rachel daba por hecho que yo era mi hermana.

Mierda, ¿cómo no se me había pasado antes por la cabeza? Ni siquiera me había vestido pensando en hacerlo como mi gemela…

Desvié la mirada, considerando si debía corregirla o no, pero, cuando se acercó y agarró una de mis pulseras para observarla con detenimiento, sufrí un cortocircuito neuronal por su cercanía y decidí dejar pasar aquel pequeño detalle por el momento.

—Me gusta tu estilo —comentó con los ojos aún fijos en la baratija—. Es más… atrevido de lo que sueles llevar en la escuela.

—Y tanto…

Su pelo, justo al alcance de mi nariz, me obligó a inspirar hondo. De repente, todo lo que había ido a hacer se desvaneció de mi mente, reemplazado por la imagen de un campo de lavanda recién florecido al amanecer: fresco, limpio y dulce.

Sacudí la cabeza y abrí los ojos para salir de aquella ensoñación absurda.

Trés belle, oui(3) —susurró y elevó la suya para salvar los diez centímetros que nos separaban.

«No, joder. No me hables en francés», supliqué mientras me obligaba a sonreírle de nuevo. Estaba sintiendo demasiadas cosas en muchas partes de mi cuerpo, y no todas eran erógenas.

Emma. Yo era Emma, y estaba allí para hacer mi buena acción del año y ayudarla con la mudanza mientras mi gemela me salvaba el culo con Thiago haciéndose pasar por mí.

No podía olvidarlo.

Carraspeé y me llamé al orden.

Grazie —le dije dándole una patada al mapa al equivocarme de idioma. «Basta, Diana. Eres ridícula»—. ¿Empezamos?

Rachel asintió.

—Sí, disculpa. —Se giró de nuevo y comenzó a caminar diligente hacia dentro de la casa. La seguí unos pasos por detrás—. Por cierto, no sé si te has enterado, pero hoy nos hemos librado de una buena. Los de tercero han hecho sonar la alarma contraincendios y han perdido media mañana entre evacuar y encontrar a los culpables. Blanc-becs(4)

—No. No lo sabía —respondí e intenté memorizar esas últimas palabras, que habían sonado algo despectivas, para poder buscar el significado después en el traductor—. ¿Te ayudo?

Ella asintió y compuso un gesto de pesar al darse cuenta de que no iba a poder mover aquella enorme caja ella sola. Normal, debía de pesar más que ella.

—Sí, por favor. La mudanza está siendo una locura —se excusó mientras me acercaba y, entre las dos, la desplazamos hacia una de las esquinas—. Mis compañeras del anterior piso me han ayudado a traerlo todo, pero tenían cosas que hacer. Cuando me he quedado sola me he estresado un poco.

Sus labios, tan exquisitos, se arrugaron en un gesto encantador y desvalido, y casi no pude evitar la tentación de mordérselos para calmar su angustia.

—Pues para eso estoy yo aquí. —«Eso es. Grábatelo a fuego y recuérdaselo también a tu almeja débil, bonita», me dije—. Tú mandas. ¿Por dónde quieres empezar?

Y aquellas parecieron ser las palabras mágicas, porque Rachel se puso en modo Napoleón y empezó a desatar su propia revolución, dando órdenes y tomando decisiones con una energía que ni un general dirigiendo una operación militar. Yo era el soldado raso, claro.

Estuvimos entretenidas durante un rato mientras lo organizaba todo y se movía de un lado al otro, ordenando cajas según su contenido e indicándome lo que tenía que hacer en cada momento. Para cuando me quise dar cuenta, se nos había pasado la hora del almuerzo y casi la de la merienda.

La busqué con la mirada y me quedé enganchada observando cómo movía las cosas mientras tomaba un libro de una caja cercana. Lo miró con atención unos segundos y luego lo colocó en la estantería con una precisión casi obsesiva, mientras tarareaba una canción que se escuchaba bajito desde un altavoz conectado a su teléfono.

Me sorprendió ver su capacidad de concentración y me desconcertó darme cuenta de que mi mundo, siempre tan lleno de ruido, se había acallado al observarla.

Cuando terminó la tarea, y rasgó el precinto de una nueva caja, decidí que el modo voyeur había acabado. Por el momento.

—Rachel —la llamé, y ella giró la cabeza para mirarme.

El moño medio desecho le cayó a un lado, lo que hizo que algunos mechones sueltos le resbalasen por el cuello, brillante por el sudor.

Noté un cosquilleo incómodo en el estómago.

Oui?

—Son casi las seis.

Se detuvo de inmediato, giró la muñeca para mirar el reloj y las mejillas se le tiñeron de un vivo color rosado.

Oh, non! ¡Qué horror! —Soltó el libro en la caja de nuevo, se incorporó y se limpió las manos en el pantalón—. Lo siento mucho, soy una anfitriona pésima.

—Créeme, yo soy peor. —Le sonreí para quitarle hierro al asunto, pues parecía estar pasándolo mal—. Una vez me olvidé de invitar a mis amigos a mi propia fiesta de cumpleaños.

Ella soltó una ligera risita y, un segundo después, se obligó a ponerse seria y a componer un gesto de preocupación.

—Dame un momento, prepararé algo rápido para ti. Estoy segura de que estarás muerta de hambre. —Comenzó a caminar hacia la cocina y murmuró—. Quelle honte…

Aproveché que me daba la espalda para buscar en el traductor el significado: «Qué vergüenza».

Sonreí entretenida. Al llegar a la cocina me ofrecí a ayudarla. Ella se negó rotunda, así que me senté sobre una de las cajas más grandes con un encogimiento de hombros y me dediqué a mi nuevo pasatiempo favorito: observarla.

Sacó algunos ingredientes básicos como huevos, leche, queso y mantequilla del frigorífico casi vacío y, con una habilidad que me sorprendió, calentó, mezcló y agregó cosas a un bol. Nunca había estado tan embobada viendo a alguien cocinar y eso que mi tía era chef profesional. Pero había algo en la forma en la que Rachel se movía por la cocina, con gracia y energía, que me tenía hipnotizada.

No supe cómo interpretar ese cosquilleo en el estómago, así que traté de ignorarlo.

—¿Qué estás preparando? —pregunté cuando empezó a llenar una manga pastelera con la mezcla.

—Gougères —respondió mientras movía la muñeca para asentar la masa. Comenzó a extenderla por la bandeja en pequeñas montañitas—. Es un aperitivo típico de Borgoña, y se cree que se remonta a la época de Catalina de Medici, la reina de Francia del siglo XVI. Catalina era una refinada gourmet y, al casarse con Enrique II, trajo consigo muchas recetas y costumbres italianas que revolucionaron la cocina francesa.

—Vaya —dije sintiéndome como una niña que recibe una lección de su profesora. Si hubiera tenido una maestra así en Lengua y Literatura, no me habría dormido en clase ni un solo día. Ni uno.

Me acerqué a ella cuando le añadió queso rallado por encima en pequeños y controlados montoncitos y curioseé por encima de su hombro.

—Ya casi están.

—Tienen muy buena pinta —admití.

—Cuando se terminen estarán mucho mejor —me prometió.

Metió la bandeja en el horno y, tras limpiar un poco de masa que había caído en la encimera, se giró hacia mí.

—¿Siempre eres tan meticulosa? —le pregunté sin poder contenerme.

—¿Meticulosa? —repitió, confusa.

—Organizada, perfeccionista, disciplinada… —enumeré para que entendiera a qué me refería.

—Bueno. Me gusta que las cosas estén en su lugar y se hagan bien, si es a eso a lo que te refieres —respondió con humildad.

—Creo que mi idea de hacerlo bien es mucho más flexible que la tuya —reconocí.

Comment?(5)

Rachel me miró con atención, como si tratara de descifrar lo que quería decir. Sentí una extraña e inquietante necesidad de abrirle un pequeño agujero al muro que había levantado años atrás para protegerme de cualquier tipo de ataque.

—Mi vida es menos ordenada y más… fluida —dije buscando las palabras adecuadas—. Crecí en una familia numerosa, rodeada de gente, así que aprendí a adaptarme, a reclamar mi hueco e improvisar muy pronto. El caos, de alguna manera, suele formar parte de mi vida.

Ella asintió con lentitud y se mostró pensativa un momento antes de responder.

—No siempre he tenido todo bajo control —admitió con un susurro y un pequeño rastro de dolor cruzó su rostro, tan rápido que pensé que lo había imaginado—. Aunque supongo que desde niña he sido así. Je ne sais pas(6). —Se encogió de hombros—. Encuentro paz en hacer las cosas bien, me ayuda a sentirme en equilibrio.

La sinceridad en su voz llegó a algún rincón escondido dentro de mí y sentí una calidez inesperada en el pecho. La conexión que surgió entre nosotras parecía ir más allá de todas nuestras aparentes diferencias, y por un momento me pregunté si me había poseído el espíritu de Emma y estaba sobreanalizando todo o me habría intoxicado con la cola que había utilizado para pegar uno de los armarios del baño.

Bajé la mirada hacia la pulsera que ella misma había tocado horas antes y la giré entre mis dedos.

—Es curioso, pero creo que soy capaz de sentirlo. —Me miró dubitativa, y le aclaré—: Tu equilibrio y paz. No sé, puede que te parezca absurdo lo que voy a decir: hay algo en la serenidad que desprendes que me parece revitalizante.

—¿Sí?

—¿Tiene sentido? —dije exagerando un gesto de duda.

Rachel asintió con comprensión, como si entendiera mejor que yo lo que quería decir.

—Lo tiene —respondió con seguridad—. Y me alegro de que seamos amigas.

—Yo también —añadí y sentí que esas dos palabras significaban más de lo que deberían.

Rachel sonrió, y su gesto cálido y familiar encendió una chispa de intimidad y comprensión entre nosotras. Mientras el aroma a queso llenaba la cocina, se acercó, apoyó con confianza una mano tibia y suave en mi antebrazo, y yo experimenté una mezcla de vulnerabilidad y apoyo demasiado desconcertante.

—Gracias por venir a ayudarme. De verdad, no sé qué habría hecho sin ti.

—Gracias a ti. Siento que estoy exactamente donde tengo que estar.

«¿Qué demonios ha sido eso, Diana?», me reprendí mentalmente. No estaba acostumbrada a abrirme con tanta facilidad, y la calidez de Rachel me estaba desarmando de una forma que no entendía.

Ella debió de notar mi incomodidad, porque su expresión se suavizó antes de girarse y dirigirse hacia el frigorífico.

—Eso lo dices porque te he dado una excusa perfecta para librarte del plan familiar por el que te pediste el día libre… ¿Qué te parece si abrimos el champán? —me preguntó con tono casual, y se me escapó un suspiro de alivio al notar el espacio que se abría entre nosotras—. Es el acompañamiento perfecto para los gougères, y creo que nos lo hemos ganado.

—Oh, sí… Ahora sí que empezamos a hablar el mismo idioma.

Rachel soltó una carcajada discreta que me hizo cosquillas en el estómago. Fue una risa genuina, sin pretensiones ni dobleces. Bonita, como ella.

Me levanté y cogí el par de copas sobre el fregadero mientras ella abría la botella. Se las tendí y me concentré en el sonido del líquido pasando de un recipiente a otro.

Cuando terminó, me miró, y ambas sonreímos.

—Por la amistad y los cambios —brindó y levantó la copa señalando a su alrededor.

—Por la amistad y los cambios —repetí alzando la mía.

La burbujeante bebida se me deslizó por la garganta y sentí cómo se llevaba consigo la inseguridad y la incomodidad que había sentido momentos antes.

Justo en ese instante, el horno pitó anunciando que nuestro tentempié estaba listo. Rachel se disculpó, dejó la copa sobre la encimera y comenzó a sacar la comida con cuidado para ponerla en un plato.

Bon appétit(7) —dijo, y me acerqué—. No te quemes.

«Tarde», contestó mi mente traicionera utilizando la advertencia a su favor. La ignoré de manera intencionada y tomé una de las doradas bolitas. Un gemido de placer se me escapó de los labios cuando aquella masa, crujiente por fuera y ligera y aireada por dentro, con el delicioso sabor del queso fundido, se deshizo en mi boca y me llenó las papilas gustativas.

—Dios mío —exclamé soltando sonidos de puro goce—. ¡Qué maravilla!

Rachel me observó atentamente y me dedicó una inclinación de cabeza.

Merci.

—¿Estás segura de que no te quieres replantear tu carrera? Esto está de muerte.

—Tengo más habilidades ocultas…

«Calla, francesa, o te como la boca junto con los buñuelos».

—¿Me preparas otro par de docenas para llevar?

Rachel rio, halagada por el cumplido.

—Solo si te quedas a dormir —contestó con naturalidad.

Un trozo de masa se me fue por otro lado y estuve a punto de acabar la noche en el tanatorio, ocupando el ataúd de emergencias reservado para mujeres pecadoras, de lenguas rápidas y pensamientos impuros.

Tosí tan fuerte que me hice daño en la garganta.

—Joder… —me quejé cuando por fin pude coger aire. Mi voz sonó entrecortada—. Sí que está de muerte, sí. Por poco no lo cuento.

—¿Estás bien? —me preguntó preocupada.

Tosí de nuevo y asentí.

—¿Quieres que…? —Carraspeé, todavía afectada en todos los niveles posibles e imaginables—. ¿Quieres que me quede?

Rachel me miró con una expresión que oscilaba entre la vergüenza y la pena.

¿Era coña? Mierda, era coña. Me había troleado.

Non —mintió. Su tono y la rapidez con la que lo dijo me lo dejó claro.

—Dubois…

Rachel me observó con esos ojos verdes, que, aunque a veces mostraban tristeza, en ese instante revelaban nerviosismo. Su sonrisa se volvió un poco tímida, y me di cuenta de que había hablado sin pensar.

—No quiero abusar de tu generosidad —dijo finalmente, un poco más seria—. Si quieres quedarte, sería un placer; me da algo de miedo pasar la primera noche aquí sola. Pero no quiero que te sientas obligada, por favor.

Me incliné hacia ella, dejé mi copa de champán a un lado y le puse la mano sobre el hombro.

—No tienes que pedírmelo dos veces. Me quedo —acepté. Sí, al parecer mi entrepierna no era la única débil allí—. Aunque solo si me pagas con otra increíble comida francesa.

«Mierda, Diana, si es que no debías despertar al diablo…».

Rachel sonrió aliviada, y yo sentí unas ganas locas de abrazarla con fuerza. Sobre los gougères calientes.

—¿De verdad? —me preguntó esperanzada.

—De la buena.

—Ay, eres la mejor. —Me apretó con cariño el antebrazo.

«No, Rachel. no. No lo soy ni de cerca».

No pude hacer otra cosa que asentir, respirar hondo y rezar a todos los santos que conocía para no meter más la pata. Me temía que se avecinaba una larga noche más de insomnio, sin embargo, el motivo esta vez sería diferente y tendría acento francés.

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Traducción (3): Muy hermosa, sí.

Traducción (4): Mocosos...

Traducción (5): ¿Cómo?

Traducción (6): No lo sé.

Traducción (7): Qué aproveche.

 

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